Cuando los franceses llegaron a Tlacotalpan, Veracruz, buscaron que el general Alejandro García se uniera a ellos.
Con ello en mente, se entrevistaron con su esposa, Cenobia Oropeza, a quien todos conocían como La Generala, prometiéndole “honores y recompensas” para su marido, pero les respondió que debían tener una triste idea de ella y sus paisanos al pensar que iban a permitir “el cautiverio de México”.
—Pero señora —le explicaron—, nuestra misión es de orden y paz. No pretendemos atentar contra la libertad de este país, sino hacerle el beneficio de establecer un gobierno.
—Oh, si es por eso, muchas gracias —contestó ella rápidamente—. Decid a vuestro emperador que renunciamos a sus desinteresados servicios, que para lo que él nos ofrece, nos basta y sobra con el indio Juárez, sin el cual no habrá para México ni orden, ni paz, ni gobierno, ni nada.
“El indio Juárez”, término utilizado irónicamente por doña Cenobia, era como solían llamar sus enemigos al presidente por su sangre zapoteca. Punto recalcado por Antonio López de Santa Anna al escribir que cuando escapaba de México con su familia tras la derrota frente a los norteamericanos, Juárez no lo dejó entrar a Oaxaca –estado del que era gobernador–, porque:
“Nunca me perdonó haberme servido la mesa en Oaxaca en diciembre de 1828, con su pie en el suelo, camisa y calzón de manta, en la casa del Lic. don Manuel Embides. Asombraba que un indígena de tan baja esfera hubiera figurado en México como todos saben”.
Por ello, cuando en 1853 Santa Anna volvió al poder capturó a Juárez para vengarse, pasando el oaxaqueño 75 días en Jalapa y seis más en el siniestro castillo de San Juan de Ulúa.
Santa Anna quería desterrarlo a Europa, pero Juárez no viajó más allá de Nueva Orleans, donde vivió en un barrio muy pobre y subsistió enrollando puros y pescando en el río. Ahí conoció a Melchor Ocampo, otro brillante desterrado mexicano al que un día ofreció un puro, pero este lo rechazó… utilizando irreflexivamente un viejo dicho popular:
—No señor, gracias, por aquello de que indio que chupa puro, ladrón seguro.
—En cuanto al indio, no lo puedo negar —le respondió Juárez—, pero en lo segundo no estoy conforme.
Y Ocampo, apenado, se deshizo en disculpas.
Meses después, “sucio y casi en harapos”, Juárez buscó en Acapulco a Diego Álvarez, hijo de un viejo caudillo de la lucha por la independencia y líder de la rebelión de Ayutla, Juan Álvarez.
—Sabiendo que aquí se pelea por la libertad, he venido a ver en qué puedo ser útil —le dijo.
Diego lo presentó con don Juan y luego intentó “remediar la ingente necesidad que sobre él pesaba”, para lo que:
“Hubo que usar el vestuario de nuestros pobres soldados, eso es, algún calzón y cotón de manta, agregando un cobertor de la cama del señor mi padre y su
refacción de botines, con lo que, y una cajetilla de buenos cigarros, se entonó admirablemente”.
A continuación, como sabía leer y escribir y algo tenía que hacer, lo puso a redactar comunicados poco importantes, hasta que llegó una carta dirigida al “licenciado Benito Juárez”.
“—Aquí hay un pliego rotulado con el nombre de usted —le dijo Diego Álvarez—, pues qué, ¿es usted licenciado?
—Sí señor [y habría podido agregar que fue el primer abogado graduado en la capital de su estado natal, pero no lo hizo].
—Conque, ¿es usted el que fue gobernador de Oaxaca?
—Sí señor.
Y sofocado de vergüenza repuso: —¿Por qué no me había dicho esto?
—¿Para qué? ¿Qué tiene ello de particular?
Eso tenía la anécdota de particular: la reserva del voluntario revelaba algo más importante que su modestia personal –su tacto político”.
Mismo que le sirvió cuando, una vez enterados de su identidad, los Álvarez lo convirtieron en su consejero. Poco después, al organizarse el gobierno de la Revolución de Ayutla, Melchor Ocampo se encargó del Ministerio de Gobernación, Guillermo Prieto encabezó el de Hacienda y el de Justicia e Instrucción Pública le fue encomendado a Juárez.
Durante la Guerra de Reforma, ya como presidente, llegó a Veracruz junto a los miembros de su gabinete y se alojó en casa del gobernador Manuel Gutiérrez Zamora, quien le ofreció la mejor habitación, pero él la cambió con Ocampo para estar más cerca del baño.
La mañana siguiente Juárez salió en mangas de camisa buscando agua y una tina para asearse, encontrándose en el pasillo con una empleada que llevaba ambas cosas. Se acercó a ella y le dijo que no se molestara, que él las llevaría a su cuarto.
—¡Qué se ha creído! —le respondió ella cortante, mientras volteaba hacia la pieza que ocupaba Ocampo—. ¡Esta agua es para el señor presidente!
Y le dio la espalda, dándose cuenta de su error cuando sirvió el desayuno, pues:
—Primero al presidente —le indicaron señalando al hombre al que había desairado.
Temerosa y avergonzada la joven se puso a llorar, pero fue consolada por el mismo hombre al que había maltratado.
—Aquí no ha pasado nada. —dicen que le dijo—. Todos podemos equivocarnos a veces.
Años antes, como gobernador de Oaxaca, asistió a un baile de fin de curso en el Instituto de Ciencias y Artes.
“Ahí sucedió que un estudiante de aspecto obscuro y desconocido, se acercó con una de las hijas de Juárez y la invitó a bailar, la niña no aceptó pretextando indisposición y siendo Juárez testigo de la escena, pudo observar como otro estudiante de los que brillaban de cierta fama, pidió bailar con la misma muchacha y ella gustosa aceptó.
Juárez se acercó y de una manera caballerosa le dijo al joven que disculpara a su hija que no podía bailar porque estaba indispuesta. La hija preguntó extrañada por su actitud y Juárez le contestó:
—No bailaste con el estudiante pobre y desconocido, porque creíste rebajarte, recuerda que si no fuera por el trabajo y esfuerzo realizado, yo no hubiera alcanzado esta posición y en tal caso te hubieras sentido honrada de que ese estudiante te hubiera pedido bailar contigo. Hoy no sabemos lo que mañana será ese muchacho. Tu deber es aceptarlo porque no vales más que él.
Así que llevando a su hija del brazo, se dirigió al estudiante y le dijo:
—Amigo, mi hija no pudo bailar con usted porque se sentía un poco mal, pero ya se repuso y me encargó que le suplique el honor de bailar con ella”.
Así era Juárez, puede o no gustarnos cómo político, pero debemos aceptar que era un hombre sencillo que, finalmente, se convirtió en uno de los mejores presidentes de nuestro país.
@IvanLopezgallo
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Fuentes:
Ríos, Enrique de los, “Liberales ilustres mexicanos, de la reforma y la intervención”, México, Imprenta del Hijo del Ahuizote, 1880.
Roeder, Ralph, “Juárez y su México”, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.
Salmerón, Pedro, “Juárez. La rebelión interminable”, México, Crítica, 2007.
Santa Anna, Antonio, “Mi historia militar y política”, México, MVS, 2001.
Sierra, Justo, “Juárez, su obra y su tiempo”, México, J. Ballescá y compañía, 1905.
Taibo II, Paco Ignacio, “Patria”, tomo 1, México, Planeta, 2017 .