Permítaseme empezar con varias preguntas. Si ustedes fueran los líderes de una revolución victoriosa: ¿dejarían el poder en manos de un político del régimen derrotado?, ¿incluirían en su gabinete a varios enemigos de su movimiento?, ¿gobernarían con diputados y senadores impuestos por el gobierno derrotado o intentarían reformar el Congreso?, ¿desarmarían a su ejército y se quedarían con el del antiguo régimen?, ¿permitirían que se lanzara una guerra devastadora contra sus aliados?
Imagino que sus respuestas a todas estas preguntas sería un rotundo no, porque el sentido común nos dice que desarmar a nuestros partidarios y ponernos en manos de nuestros enemigos —políticos y militares— nada bueno podría traer a nuestro movimiento. Sin embargo, la historia de México nos muestra que, en la práctica, un político mexicano habría contestado afirmativamente a todas las interrogantes.
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En Temporada de Zopilotes. Una historia narrativa de la Decena Trágica, Paco Ignacio Taibo II escribió que Gustavo Madero solía decir “medio en broma cariñosa medio en terrible confesión”, que: “de todos lo Madero, fueron a elegir presidente al más tonto”. Y es que el líder de la insurrección que terminó con más de treinta años de dictadura porfirista parecía tener prisa por finalizar su etapa como máxima figura política de nuestro país porque cometió bastantes errores, muchos de ellos inexplicables, que al final pagó muy caro.
Los primeros llegaron tras la toma de Ciudad Juárez, ya que en los tratados firmados por los revolucionarios y el Gobierno de Porfirio Díaz se acordó el desarme de todas las fuerzas revolucionarias, lo que prácticamente puso a Madero en manos de sus enemigos.
Muchos fueron los que aconsejaron a don Francisco que mejor licenciara a los federales y mantuviera el ejército revolucionario, pero inexplicablemente el caudillo ignoró sus sugerencias. Y digo “inexplicablemente” porque, en cualquier parte del mundo, son las tropas vencedoras y no las vencidas las que prevalecen; bueno, en cualquier parte del mundo excepto en el México de Madero, en el México en 1911.
Otra de las cosas establecidas en los Tratados de Ciudad Juárez fue la renuncia del Porfirio Díaz y que Francisco León de la Barra ocupara la presidencia interina para convocar a nuevas elecciones; pero ¿cuál fue el problema con esta decisión? Que León de la Barra era uno de los hombres fuertes del gobierno derrotado, por lo que el cambio en el timón poco modificó el rumbo del barco. Además, León de la Barra envió a Victoriano Huerta a combatir a las fuerzas revolucionarias de Emiliano Zapata, por lo que el caudillo suriano se distanció de Madero y terminó promulgando el Plan de Ayala, en donde estableció que: “el pueblo mexicano acaudillado por don Francisco I. Madero fue a derramar su sangre para conquistar sus libertades y reivindicar sus derechos conculcados, y no para que un hombre se adueñara del Poder violando los sagrados principios que juró defender bajo el lema de ‘Sufragio Efectivo,’ ‘No Reelección’, ultrajando la fe, la causa, la justicia y las libertades del pueblo”, por lo que desconoció a Madero como líder de la revolución y presidente de la República –cargo que había jurado unos días antes–.
Pero, como si todo esto fuera poco, Madero incluyó en su gabinete a un gran número de porfiristas y dejó como estaban las cámaras de Diputados y Senadores que, llenas de enemigos suyos, interfirieron continuamente con la buena marcha de su gobierno.
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Era un secreto a voces.
A principios de 1913 se sabía que algo iba a pasar, se rumoraba en la Ciudad de México que miembros del ejército conspiraban para derrocar al presidente Madero, y se sentía que la rebelión estaba cada vez más cerca; tal vez, lo único que se desconocía era la fecha en que iniciarían las hostilidades.
Pero el plazo se cumplió.
La madrugada del 9 de febrero, cadetes de la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan y fuerzas acuarteladas en Tacubaya se movilizaron rápida y silenciosamente para liberar a los generales porfiristas Bernardo Reyes y Félix Díaz, tomar el Palacio Nacional y detener al presidente Madero y al vicepresidente José María Pino Suárez.
Sólo que los rebeldes no contaban con la capacidad y lealtad del comandante militar de la Ciudad de México, el general Lauro Villar, quien se puso al frente de las tropas maderistas en Palacio Nacional y rechazó a los rebeldes, que se refugiaron en la Ciudadela; aunque quedó gravemente herido en el ataque. Tras esto, Madero cometió un error más, una equivocación que a la postre sería fatal: nombrar a Victoriano Huerta jefe de las tropas leales al gobierno y le encargó terminar con la rebelión en el menor tiempo posible.
Pero Huerta tenía otros planes.
Así que preparó ataques contra la Ciudadela que lo único que hacían era terminar con la vida de sus mejores soldados y entabló negociaciones secretas con Manuel Mondragón y Félix Díaz, líderes de los alzados, ya que Bernardo Reyes había muerto en el ataque a Palacio Nacional.
Sin embargo, a pesar de que Huerta tomó muchas precauciones, no pudo evitar que Gustavo Madero se diera cuenta de su traición, lo arrestara y llevara con su hermano Francisco… pero el presidente ignoró las acusaciones y le ordenó a su hermano dejar libre al traidor. Finalmente, y menos de 24 horas después, Gustavo Madero había sido asesinado y el presidente Madero, el vicepresidente José María Pino Suárez y el general Felipe Ángeles estaban prisioneros en Palacio Nacional.
El epílogo de esta historia todos los sabemos: el 22 de febrero de 1913, Madero y Pino Suárez fueron sacrificados atrás de la penitenciaría de Lecumberri, lugar al que supuestamente los estaban trasladando. Poco antes de su muerte, Madero le comentó al diputado Federico González Garza: “Como político he cometido dos graves errores que son los que han causado mi caída: haber querido contentar a todos y no haber sabido confiar en mis verdaderos amigos”.
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