EL GENERAL PUEBLITA (1820-1865) fue uno más de los hijos del pueblo que defendieron al gobierno de la república durante las invasiones estadounidense y francesa. Pero a diferencia de otros personajes, quienes estudiaron una carrera o fueron alumnos del colegio militar, Pueblita era el humilde hijo de una pareja de panaderos y trabajó como carpintero para ayudar a mejorar la economía familiar. Manuel García Soria, como se llamaba en realidad, cambió el martillo por el fusil para luchar contra la injusta invasión estadounidense y posteriormente se puso a las órdenes del gobierno liberal en la Guerra de Reforma. Poco después, una vez iniciada la intervención francesa y la lucha contra el imperio, fue designado gobernador de Michoacán, cargo que declinó para seguir combatiendo a los monarquistas.
Para Eduardo Ruiz, Pueblita “era uno de esos hombres en quienes el patriotismo es todo un culto. Valiente, batallador incansable, inteligente y astuto guerrillero, el partido clerical lo odiaba con un rencor profundo, como lo sabe hacer cuando aborrece a alguien; por esto se ensañaba en calumniarlo. Más adelante me ocuparé un poco más de Pueblita; por ahora baste decir que era modesto en alto grado, ajeno al mezquino interés del dinero, leal, franco y comunicativo. Todas estas cualidades no fueron parte a evitar que el partido clerical lo difamara”.1
Antes de seguir adelante, vale mencionar que si bien muchos lo conocen como Manuel García Pueblita, su segundo apellido era el ya mencionado Soria. Entonces, ¿de dónde salió el Pueblita? De acuerdo con el maestro Luis Rubluo, esta palabra “se trata más bien de un apodo y no de un apellido: don José María, su padre, era de origen poblano y de estatura pequeña, por lo mismo le decían ‘El Pueblita’. Este sobrenombre se generalizó en la familia de tal manera, que posteriormente todos fueron llamados así y aún en las pocas páginas de nuestra historia en las cuales se registran las hazañas del militar, aparece con los apellidos de García Pueblita y no García Soria, como justamente debe ser”.2
Eduardo Ruiz, quien conoció a Pueblita porque los dos lucharon contra la intervención francesa, dedicó posteriormente las siguientes líneas a la muerte de este valiente guerrillero en su Historia de la Guerra de Intervención en Michoacán:
Quisiera que mi pluma no tuviese motivo para escribir las siguientes líneas. Después de treinta años, aún se desliza de mis ojos una lágrima brotada con la intensidad del recuerdo.
E1 día 28 la ciudad de Uruapan presentaba un aspecto de desolación, de ruinas y de luto, que en los tres días anteriores habían hecho poco sensibles la animación que producía en las calles la presencia de las tropas, la alegría por el triunfo que se acababa de adquirir y la actividad en el comercio.
Poco antes de las once de la mañana interrumpió el silencio que reinaba en la población el ruido de caballos que bajaban por la calle de Santiago. Era que el general Pueblita ocurría a Uruapan de orden de Arteaga a recibir instrucciones del Cuartel General. Lo acompañaba una escolta de quince hombres, pues había dejado su fuerza en Parangaricutiro.
Pueblita fue a alojarse a la casa de don Hermenegildo Solís, en el portal que hoy se llama “Gordiano Guzmán”. Algunos vecinos, entre ellos los Sres. Lic. Eugenio Acha, Dr. Teodoro Herrera, Trinidad Bravo y Toribio Ruiz, ocurrieron a saludarlo y le avisaron que el general Arteaga había salido inopinadamente en la noche anterior, a causa de la noticia, enteramente cierta, de que una columna de franceses se dirigía a marchas forzadas sobre Uruapan. Pueblita mandó que se le preparase el almuerzo y que los soldados de la escolta echasen pie a tierra. Los vecinos le instaban a que no se detuviese y que ni siquiera tomara de regreso el mismo derrotero que había traído, por ser el que debería traer el enemigo; se lo mandaron decir varias personas que no se atrevieron a irlo a saludar, temerosos de la llegada de los franceses, hasta una señora, ferviente partidaria del imperio, doña Ramona Izazaga, le envió igual aviso. Pueblita nada quiso creer y tranquilamente esperaba que se le sirviese la mesa. En aquellos instantes don Toribio Ruiz habló en tarasco con un indio de Nahuatzen que venía entrando de camino, y luego, sin pérdida de tiempo, dijo a Pueblita que aquel hombre había dejado a los franceses preparando su salida de Nahuatzen.
—¿A qué hora salió este? —preguntó Pueblita.
—A las cinco de la mañana.
—¿Qué clase de fuerza viene?
—Zuavos, cazadores de África y una partida de jinetes mexicanos; más de mil hombres.
—Sí, es Clinchant, que me busca desde el ataque del Valle de Santiago. Por muy aprisa que caminen llegarán dentro de dos horas. Hay tiempo de almorzar.
No había ya ese tiempo; eran cerca de las doce, y los vecinos mencionados, no pudiendo vencer la obstinación de Pueblita, se retiraron a sus casas.
Pocos minutos después se oyó el tropel de caballos y el rumor sordo del paso veloz de una infantería.
Los franceses estaban frente a la casa de Solís. En su primera descarga dejaron muerto al capitán Salas y a dos o tres soldados de la escolta del general, y rápidos como el pensamiento rodearon la manzana en que estaba Pueblita.
Este, que no había tenido tiempo de montar a caballo y de salvarse, como se salvaron el coronel García y otros que anduvieron más listos, brincó primero algunas bardas, recorriendo así varias casas; después se subió por una escalera al interior del tejado de otra que está situada en la calle poniente de la manzana, y allí se ocultó.
Entre tanto las patrullas de franceses cateaban las habitaciones, buscando al general.
Todo se verificaba en unos cuantos minutos que parecían siglos. La valla de zuavos permanecía cercando la manzana.
Por frente a la casa donde estaba Pueblita, pasó una mujer llamada Gabriela, soldadera de las de Lemus. Un zuavo le dirigió la palabra:
—Tú sabes de Pueblita. ¿Dónde está Pueblita?
—¡Vaya! pues ¿no lo ve? Y aquel que está sacando la cabeza por entre las tejas, ¿quién es?
Decir esto, tender el zuavo su fusil, disparar y quedar exánime Pueblita, fue todo uno.
En el acto se oyó una gritería salvaje entre los franceses. Prorrumpían en hurras como si hubiesen alcanzado una gran victoria, y no, como era la verdad, por haber cometido un asesinato.
Muchos soldados se habían subido al tapanco, y apartando las tejas, dejaron caer a la calle el cadáver de Pueblita, ya medio desnudo merced a la rapiña de los vencedores. Luego dos zuavos lo cogieron de los pies y arrastrándolo y rebotando la cabeza en las piedras, lo fueron a tirar convertido ya en una masa sanguinolenta, en el portal mencionado.* No creían en su dicha los jefes de la columna: a cuantos pasaban les hacían la pregunta de si aquel cadáver era el de Pueblita, y a cada respuesta afirmativa repetían sus hurras de entusiasmo.
[…]
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Aquel humilde y valeroso patriota, a quien el partido clerical infamaba llamándolo bandido, era por el contrario un hombre modesto, generoso, desinteresado, que vivió y murió pobre. Lo calumniaban por su constancia y fidelidad a los principios, por su habilidad y valor como guerrillero, por la inmensa popularidad de que gozaba entre las masas. Era nativo de Pátzcuaro; obscuro artesano en 1847, se inscribió en el batallón Matamoros, guardia nacional del estado, e hizo la campaña contra los americanos volviendo en seguida a la vida privada. Al resonar en Michoacán el grito de la revolución de Ayutla, en el mismo día en que don Epitacio Huerta lo proclamaba en Coeneo, Pueblita lo secundó en Quiroga y fue en toda aquella guerra
el más constante paladín del pueblo. Desde entonces no soltó las armas. En las campanas contra los reaccionarios de Puebla (1856), en toda la Guerra de Reforma, en la lucha contra Márquez y Zuloaga (1860-1862) y en la intervención francesa, siempre se vio al ínclito Pueblita batallando sin cesar buscando el combate; incansable, sufrido, subordinado humilde entre los suyos; intransigente y aguerrido con el enemigo; siempre el tipo más puro de la abnegación y el patriotismo.3
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