La mañana del 18 de noviembre de 1910, la calle de Santa Clara de la ciudad de Puebla fue escenario de un violento enfrentamiento en el que, de acuerdo con El Imparcial, se dispararon 10,000 tiros y terminó con las muertes de varias personas, entre ellas el coronel Miguel Cabrera —jefe de la policía de Puebla— y los hermanos Máximo y Aquiles Serdán, quien fue asesinado horas después del combate. También participaron en la refriega la hermana mayor de los dos últimos, Carmen; su madre, María del Carmen Alatriste; y Filomena Valle, esposa de Aquiles.
—¡Por ustedes lo hacemos, vengan con nosotros! ¡Esto es la revolución! —le gritaron Aquiles y Carmen a la gente, pero nadie acudió y al final fueron derrotados.
Los hermanos Serdán y su madre eran no solo partidarios de Francisco I. Madero, sino descendientes de un personaje muy interesante: el general Miguel Cástulo Alatriste, un hombre instruido que luchó contra la invasión estadounidense y, más adelante, fue dos veces gobernador del Estado de Puebla. Además fue un integrante convencido del partido liberal —cosa rara tratándose de un poblano—, por lo que defendió su bandera en la Guerra de Reforma y posteriormente se preparó para pelear contra la intervención francesa. En marzo de 1862, según escribió Ángel W. Cabrera en Liberales Ilustres Mexicanos de la Reforma y la Intervención:
«Se le designó para mandar una pequeña sección de tropas, destinada a marchar a Izúcar de Matamoros, con el objeto de cerrar el paso a una fuerte partida de infidentes encabezada por Márquez y otros jefes, que del rumbo de Cuernavaca avanzaba hacia el Estado de Puebla, por Chiautla, y en cuya persecución venía Carbajal.
Alatriste recibió orden de avanzar hasta Chiautla, y se desprendió de Matamoros, dejando una corta guarnición; derrotó una partida que amagaba la plaza de Xonacate y regresó violentamente a Matamoros, a donde se dirigía el grueso del enemigo, libre ya de la persecución de Carbajal, quien sin previo aviso de Alatriste había retrocedido.
Este, al avistarse a Matamoros, halló al enemigo, fuerte de más de cuatro mil hombres, circunvalando la plaza, en las primeras horas del día 10 de abril. Intentó forzar el sitio, más estrellándose ante la fuerza del número inmensamente superior al de su pequeña columna, se posesionó de la eminencia del Calvario, siendo atacado en el acto por gruesos pelotones de caballería enemiga, que seguros del triunfo cargaron impetuosamente.
Rechazó una tras otra varias cargas, cada vez más terribles, pues por momentos aumentaba el número de los asaltantes que acudían de todos los puntos de la circunvalación, y durante seis horas de incesante luchar, no cedió un palmo del terreno defendido.
Más no podía prolongarse demasiado tiempo ese combate de ocho contra cien, sin embargo de que el enemigo comenzaba a cejar en sus cargas, dominado por el prestigio del heroísmo. Los fuegos disminuían sensiblemente en la línea de los liberales, a quienes se agotaban las municiones. Lo notó el enemigo, cobrando alientos para intentar un supremo esfuerzo, y atacó la posición por todos sus flancos en el momento en que Alatriste, disparado el último cartucho por sus soldados, los reconcentraba para formar cuadro y resistir a la bayoneta.
En este movimiento simultáneo de ambos combatientes, cortó el enemigo un pelotón de soldados del 1º de Puebla, gente colecticia y sin principios que se pasó a las filas de aquel, dándole noticia de la falta de municiones a que hemos hecho referencia. En el momento fue envuelta, dispersada y, en suma, hecha trizas la pequeña fuerza de Alatriste, más este no dejó de luchar, sino hasta que herido en el brazo izquierdo, fue derribado del caballo y hecho prisionero. Las últimas órdenes que dictó revelan el temple de su alma: “Compañeros”, dijo a los jefes de batallón, “a formar cuadro. Después de quemado el último cartucho, resistiremos a la bayoneta y… nos sujetaremos a la suerte”.
Conducido a Matamoros, pidió como único favor que se le permitiera redactar el parte oficial de su último combate, como lo hizo, recomendando el valor de sus soldados, que, en número de quinientos, lucharon contra cuatro mil. Más sin decir una palabra de su propio heroísmo.
En el curso de la noche se le oyó repetir las palabras de un filósofo latino: ‘Dulce pro patria mori’. Mientras cenaba, lo visitaron Liceaga, Benavides y otro jefe. Uno de ellos le interpeló:
—¿Cómo ha venido usted a exponerse con tan poca fuerza?, ¿y cómo es que habiendo llegado cerca de Atlixco, regresó usted a Matamoros?
—Porque mi deber lo exigía —contestó Alatriste. Y añadió sonriendo tristemente—, ¿qué iba yo a hacer a Puebla con mis soldaditos, dejando abandonados a los que se defendían aquí?
—No hay redentor que no sea crucificado —observó Benavides.
—Es verdad —repuso Alatriste—, Sócrates, Jesús y tantos otros.
Durante la noche se le propuso que se retractara públicamente de sus principios, para salvar su vida, o que la rescatara por una fuerte cantidad de dinero. Rechazó lo primero con indignación, y contestó a lo segundo que la suma propuesta era muy superior a su posibilidad. Al amanecer del día 11 de abril, aniversario, por rara coincidencia, de los asesinatos de Tacubaya, fue conducido Alatriste al lugar del suplicio, próximo a una capilla abandonada. Marchó con paso natural y seguro, y cuando se le quiso vendar no lo permitió. Llegado el momento fatal exclamó con voz firme y sonora:
—Muero pidiendo por el bien de mi patria y el de mi familia.
Y luego, dirigiéndose a los soldados que formaban el pelotón, les ordenó enérgicamente:
—¡Disparen con valor, que muero por mi patria!
Su cuerpo quedó ahí abandonado, hasta que algunas personas humanitarias lo depositaron en una caja de madera corriente, inhumándolo en el interior de la capilla, donde permaneció hasta noviembre del expresado año de 1862, en que por gestiones del ya mencionado presbítero Cabrera, fue trasladado a Puebla, donde fueron tributados a aquellos venerables despojos los honores civiles y militares, debidos al que en vida presto servicios tan eminentes a la patria y la libertad».
Por el año en que murió Alatriste (1862), Carmen (nacida en 1873), Natalia (1875), Aquiles (1876) y Máximo (1879) no lo conocieron; pero su madre, doña María del Carmen Alatriste Cuesta, se encargó no solo de que el general fuera una figura cercana para ellos; sino de que estos tuvieran convicciones tan fuertes como las que cincuenta años antes llevaron al patíbulo al abogado, literato y general Miguel Cástulo Alatriste.