En el imaginario colectivo persiste la asociación de las brujas con lo mágico y lo maligno. Por eso en nuestro país hoy se celebra lo que se conoce como “Noche de Brujas”, una amalgama cultural de fiestas paganas y cristianas invadida por el imaginario del terror y de lo oculto. Pero el verdadero terror de las brujas no reside en la ficción, sino en la historia de enjuiciamientos colectivos que tuvieron lugar entre el siglo XV y XVIII y por los cuales fueron asesinadas más de 40,000 personas, en su mayoría mujeres.
Traigo esa imagen para hablar de una inquietud contemporánea: una nueva cacería de brujas. No se persigue ya a mujeres por pactos demoníacos, sino por algo más prosaico y político: por ocupar espacios públicos. Hoy resurge una narrativa según la cual la feminización de las instituciones es responsable del deterioro social, económico y cultural. Se afirma que cuando las mujeres participan, las instituciones se vuelven emocionales; que la empatía reemplaza la racionalidad; que la cohesión suplanta el mérito (saco gran parte de estas ideas del artículo La Gran Feminización, de Helen Andrews).
Podría sonar esto a exageración, pero esa idea está ganando terreno. Aparece cada vez más en plataformas digitales y discursos políticos que describen la equidad como amenaza. Como en las cacerías de brujas de la antigüedad, se atribuye el mal a un grupo específico y se le pide replegarse. La cacería de brujas nunca fue sobre brujas. Fue sobre control. Y conviene preguntarnos qué se busca controlar ahora.
Se busca controlar cuerpos: basta ver el retroceso en derechos reproductivos en Estados Unidos, donde nuevamente se pretende decidir sobre nuestros cuerpos, no desde la ciencia o la salud pública, sino desde una moral que caracteriza a las mujeres como vehículos gestantes y no sujetos de derechos.
Se busca controlar las posibilidades económicas: miles de mujeres han salido del mercado laboral estadounidense, tanto por despidos derivados de recortes gubernamentales como por el costo prohibitivo de las labores de cuidado, una tarea que continúa recayendo desproporcionadamente en nosotras. La narrativa de que la equidad “arruina” las instituciones por hacerlas empáticas tiene un cruel contraejemplo en la forma en que las mujeres dejan el trabajo por dedicarse al cuidado de otros.
Se busca controlar la legitimidad: se afirma que abrir espacios a mujeres implica renunciar al mérito, como si “equidad” fuera sinónimo de “mediocridad” y no de corrección histórica. Ahí encaja perfectamente el comentario reciente de Paco Ignacio Taibo II, quien desestimó la publicación de más mujeres poniendo como ejemplo un hipotético poemario escrito por una mujer que tan sólo podía ser descrito como “horriblemente asqueroso de malo”. No fue una crítica literaria: fue el recordatorio de quién, según ciertos discursos y privilegios, tiene autoridad cultural y quién debe pedir permiso para existir en el espacio intelectual.
A esto se suma el fenómeno de los incels, comunidades digitales de hombres que abrazan la violencia y la misoginia a partir de la idea de que las mujeres les deben amor, atención, sexo y subordinación y que traducen la frustración personal en ideología política: si las mujeres tienen autonomía, entonces los hombres pierden algo que creen suyo por derecho.
El cuerpo femenino sigue siendo campo de batalla también en lo médico: el dolor menstrual, el postparto, la salud mental y la menopausia fueron ignorados por siglos, y por fin empiezan a recibir atención no por justicia epistémica sino porque se han descubierto como mercados. El sistema primero invisibiliza el cuerpo de las mujeres, después lo explota.
Estos no son casos aislados. No son exageraciones. Son síntomas de un discurso que vuelve a tomar fuerza: la idea de que las mujeres son peligrosas, costosas, irracionales y disruptivas cuando no permanecen en su lugar o forma asignada: en la casa como entes para la reproducción y el cuidado. La misma lógica que atravesó los juicios de brujería: la sospecha de que las mujeres que piensan, hablan, y envejecen, ya no son útiles al orden social reaparece hoy con nuevos discursos y nuevas técnicas.
La pregunta, entonces, no es si creemos o no en brujas. La pregunta es por qué cada cierto tiempo nuestras sociedades vuelven a necesitarlas, en el imaginario y en la hoguera.
Especialista en temas de justicia. @itelloarista

