Vivimos en un mundo construido en buena parte con mentiras. Desde pequeños, convivimos con ellas en la vida diaria: Santa Claus y los reyes magos, el ratón de los dientes, las religiones, las normas sociales. Vamos corrompiendo paso a paso la honestidad de los niños, sumergiéndolos en la ambivalencia y la contradicción; los obligamos a que digan que la comida está rica en casa de la tía, pero los castigamos por decirnos falsamente que sí hicieron la tarea.
No todas las sociedades reciben la mentira de la misma manera: algunas son mucho más permisivas que otras. En México, por desgracia, la mentira no es tan reprobable como en otras partes del mundo; peor aún, es la verdad la que con frecuencia cuesta digerir. Eso es una tragedia. La mentira es una plaga que nos ha invadido, y ha causado y agravado gran parte de los problemas que tenemos, como la corrupción. Si decir la verdad fuera un valor fundamental de la sociedad mexicana, muchas de las dificultades por las que hoy pasamos se resolverían.
Una sociedad en la que el hábito es creer, porque la regla es la honestidad, y una clase política en la que se establece la verdad como norma, es mucho menos corrupta; no hay corrupción que no entrañe falsedad. La desgracia de la mentira no sólo es en sí misma lamentable, sino que nos ha privado de los beneficios que concede la verdad. La tranquilidad y la paz de un sistema basado en creerle al otro y que el otro nos crea es menos desgastante y más productivo: muchos procesos administrativos desaparecerían o serían más ágiles si la medida fuera la confianza.
Pero el compromiso de un líder con la verdad es aún más contundente, y si además fue elegido en las urnas, el deber es ineludible. El voto es un “te creo y, porque te creo, te elijo”, y aunque los políticos nunca se han destacado por su franqueza, tener un Presidente cuya constante es mentir es de una gravedad infinita.
Mucho se habla del deterioro que México ha sufrido con Andrés Manuel López Obrador como consecuencia del menoscabo y la destrucción de las instituciones y de sus cuadros profesionales, de la transgresión del Estado de derecho, de la degradación paulatina de la democracia, de la polarización a ultranza y un largo etcétera, pero no hemos profundizado sobre el incalculable daño provocado por la mentira incesante.
La mentira frontal y cínica que nos propala AMLO todos los días conlleva, además, el efecto de ocultar la realidad del estado que guarda la administración federal, y es esa la labor medular de un Presidente. Es su obligación principal, y hoy no tenemos idea de qué pasa en realidad en el país: ¿se imagina usted tener un empleado que le mienta siempre sobre lo que sucede en su propia empresa? Tenemos un Presidente que ha normalizado su falsedad y ha orillado a buena parte de su equipo a hacer lo mismo, y eso debería ser causa de destitución, como sucede en muchos países.
Pero mentir también es humillar al otro, es un insulto frontal a su inteligencia, a la moral y a los valores. El rastro que deja la mentira en una sociedad es profundo, porque distorsiona la relación entre los gobernantes y los gobernados, e instaura un nuevo “pacto social” en el que falsear y ocultar la realidad es aceptable incluso desde la cúpula del poder, lo que ensancha la huella de la impunidad. Mientras la mentira no nos escandalice, no nos indigne y no nos provoque náuseas, no habrá cura. Nuestra sociedad seguirá siendo corrupta, mentirosa y tramposa. Ayer se marchó por la democracia y por las instituciones que la defienden. Se requiere urgentemente una protesta que repudie las mentiras del Presidente.