En 2025, la Organización de las Naciones Unidas cumple 80 años. Debería ser un momento para celebrar su legado como garante del multilateralismo, la paz y los derechos humanos. Pero, en lugar de eso, llega a este aniversario arrastrando una crisis de legitimidad, de financiamiento y, sobre todo, de sentido. La ONU enfrenta una pregunta existencial: ¿puede adaptarse al mundo que viene o quedará como un vestigio del orden internacional que ya fue?

La realidad es incómoda. Años de recortes presupuestales —en especial de su principal donante, Estados Unidos— han dejado a la organización con una grave crisis financiera. Agencias como UNICEF, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y el Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR) han tenido que reducir operaciones y despedir personal. Según datos recientes, Washington debe más de 2.700 millones de dólares en cuotas impagas. Es difícil sostener una maquinaria global de ayuda humanitaria si quienes deben financiarla se desentienden de sus compromisos.

Pero más preocupante aún es la percepción creciente de que la ONU ya no sirve para lo que fue creada. Su estructura actual, fragmentada en decenas de agencias y programas que a menudo compiten entre sí, parece diseñada para otro siglo. Las respuestas ante crisis como Ucrania, Gaza o Sudán son tardías, contradictorias o simplemente irrelevantes. El Consejo de Seguridad, con su vetusto derecho a veto para cinco países, se ha convertido en el símbolo más claro de esa parálisis. Mientras el mundo arde, el multilateralismo se congela. En este contexto, el Secretario General António Guterres ha lanzado una propuesta de reforma ambiciosa: la llamada Iniciativa UN80. El plan busca simplificar la estructura de la ONU en cuatro pilares —paz, acción humanitaria, desarrollo sostenible y derechos humanos—, fusionar agencias, eliminar duplicidades, descentralizar operaciones y modernizar procesos mediante inteligencia artificial. En el papel, es una reforma sensata. En la práctica, será una batalla cuesta arriba. Porque reformar la ONU no es solo reorganizar oficinas: es desafiar intereses profundamente arraigados.

Una de las resistencias más evidentes está en el Consejo de Seguridad. Cualquier intento de hacerlo más representativo —incorporando, por ejemplo, a potencias emergentes como Brasil, India o Sudáfrica— se estrella contra el egoísmo de los miembros permanentes. Nadie quiere ceder poder. Y sin embargo, seguir con un Consejo que representa el mundo de 1945 es como conducir un auto mirando solo por el espejo retrovisor. A esto se suman las nuevas grietas del orden mundial. Los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) exigen un nuevo equilibrio global, mientras el G7 defiende el statu quo. La polarización entre estos bloques ha hecho naufragar las grandes cumbres sobre cambio climático, salud o comercio. En este tablero de ajedrez en expansión, la ONU aparece como una pieza secundaria, sin capacidad real de mover las dinámicas de fondo.

Y, sin embargo, el mundo nunca necesitó tanto una gobernanza global funcional. Crisis climáticas que no respetan fronteras, pandemias globales, migraciones masivas, inteligencia artificial fuera de control… Ningún Estado puede enfrentar estos desafíos solo. Y aunque haya quienes promueven un orden internacional basado en la fuerza o en la tecnología, sabemos que eso nos lleva directo al abismo. El problema es que el mundo está cambiando más rápido de lo que las instituciones pueden adaptarse. La ONU, como muchas estructuras internacionales, está diseñada para un tiempo más lento, más

diplomático, más predecible. Hoy, los flujos de información, los shocks económicos, las amenazas híbridas y las crisis ecológicas se mueven a una velocidad que desafía cualquier burocracia tradicional. Si la ONU quiere sobrevivir, debe correr más, pensar distinto, hablar claro y actuar con menos miedo.

No se trata de destruir la ONU ni de reemplazarla por modelos tecnocráticos o regionalismos aislados. Se trata de salvar lo mejor del multilateralismo —la cooperación para el desarrollo, la negociación, la solidaridad— y rediseñarlo para un nuevo siglo. Eso implica decisiones difíciles, empezando por reconocer que el orden actual está agotado. Reformar no es debilitar: es fortalecer para no desaparecer. La ONU puede ser otra vez un actor central, pero solo si deja de mirarse el ombligo: su aniversario 80 no debe ser un acto nostálgico, sino un punto de quiebre. Porque, en este mundo fracturado, necesitamos menos símbolos y más soluciones. Y la ONU, si se atreve, aún puede ser parte de la respuesta.

____________________________

Simone Lucatello: Profesor-Investigador del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora (CONAHCYT) en la Ciudad de México. Es egresado de la London School of Economics and Political Science (LSE)de Inglaterra en Relaciones Internacionales (MSc) y doctor en Análisis y Gobernanza del Desarrollo Sustentable por la Universidad Internacional de Venecia, Italia (PhD). Sus intereses de investigación abarcan temas de cambio climático, gestión de riesgo de desastres, seguridad ambiental y ayuda humanitaria. Colabora con la Iniciativa California Global Energy, Water & Infrastructure Innovation Initiative de la universidad de Stanford, California.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios