No sé si tengo muchas amistades verdaderas, pero sí sé que tengo una que ha marcado mi vida: mi amigo Rubén, mi médico homeópata.

Él no solo me ha acompañado con recetas, sino con paciencia, sabiduría y una presencia amorosa que ha estado ahí en los capítulos más difíciles de mi vida.

Generalmente, mis crisis han venido acompañadas de explosiones de síntomas, y él, sin alarmarse, me escucha, me observa y me enseña. Me da medicinas a mí y a mis hijos, pero también me da herramientas para entender el origen de lo que nos pasa. Es como si caminara nosotros en medio de la tormenta, sosteniéndonos el paraguas para que no nos empapemos por completo.

Muchos se burlan de la homeopatía. Dicen: “¿cómo unos chochitos de azúcar van a curar?”. Pero lo que pocos saben es que la lógica detrás es muy parecida a la de una vacuna: una microdosis que despierta al organismo para que sea él mismo el que se defienda y se equilibre.

Y lo más fascinante es que, entre cientos de medicamentos posibles, el homeópata busca el que va a la raíz. No trata el síntoma de forma genérica, sino su origen particular. Una gripa no siempre es solo una gripa: puede ser por enfriamiento, por una pérdida, por enojo, por miedo… Lo que en la medicina alópata sería un solo diagnóstico, en homeopatía puede tener muchísimos caminos, porque entiende que no todos los cuerpos hablan igual y que cada emoción se traduce en un idioma distinto dentro de cada persona.

Por eso me gusta llamarlos “medicamentos inteligentes”. Porque no enmascaran, acompañan. Y además, quienes los recetan no son improvisados: primero estudiaron medicina, conocen la ciencia alópata, y luego eligieron ampliar su visión con el poder de lo sutil.

En lo personal, lo que más agradezco es que Rubén nunca me hizo sentir una paciente, sino una persona en proceso. Me acompaña con un oído atento, con calma, con explicaciones que me devuelven confianza. Como escribe en su libro Una curación completa, sanar no es tomar algo para callar el dolor, sino aprender de dónde viene. Porque cuando el alma duele, el cuerpo enferma.

Pienso que tal vez eso es lo que hace tan valiosa nuestra relación: más allá de las medicinas, su amistad también ha sido una microdosis de fe. Una presencia pequeña, pero poderosa, que ha hecho la diferencia en mi vida y en la de mis hijos.

Y mientras lo escribo, recuerdo otra microdosis de mi infancia: cuando mi papá, a escondidas y como travesura, iba a mi cama ya con las luces apagadas y me regalaba un chocolate aunque ya me hubiera lavado los dientes. Ese pequeño gesto sabía más rico que cualquier otro dulce, era un recordatorio secreto de su amor, y hasta hoy sigue siendo un bálsamo en mi memoria. Ese chocolate me decía, sin palabras: “te veo, te quiero, y siempre estaré aquí para ti”.

No siempre necesitamos grandes remedios ni soluciones espectaculares. El INGRIDiente secreto es que lo verdaderamente sanador suele ser lo pequeño: una palabra en el momento justo, un abrazo inesperado, una mirada que susurra “te veo”, o hasta un chocolate a escondidas. Esas pequeñas dosis, invisibles y poderosas, son las que sostienen el corazón. Y cuando las compartes, la vida se llena de microdosis de amor.

Gracias por acompañarme una vez más.

IG: @Ingridcoronadomx www.mujeron.tv

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