El sol caía fuerte sobre la vieja cancha mientras mi papá lanzaba su saque perfecto. El golpe seco de la pelota, el polvo que se levantaba bajo sus pies, las risas que se escapaban entre punto y punto... Esa imagen me acompaña desde que tengo memoria.

Mi papá viene de una infancia de muchas carencias. Creció con el “sueño imposible” de tener, algún día, su propia cancha de tenis. Trabajó durante décadas para hacerlo realidad y, finalmente, cuando yo tenía seis años, construyó esa cancha junto a nuestra casa. No era solo cemento y red: era un sueño materializado, un trocito de cielo conquistado con esfuerzo, con soñar despierto, con esperanza terca.

Desde entonces, sus tardes se llenaron de amigos, de peloteos interminables, de carcajadas que parecían quedarse flotando en el aire mucho después de terminar el juego. Crecí viéndolo ser feliz ahí, bajo el sol abrasador, entre raquetas, botellas de agua medio vacías y sueños cumplidos.

Esa pasión suya se ha vuelto un puente entre generaciones. Mis hijos, padelistas profesionales, son ahora sus compañeros de juego. De hecho, la mejor forma de pasar tiempo con él es en esa misma cancha que construyó hace tantos años, lugar donde sabemos que, con raqueta en mano, su sonrisa es más grande y sus ojos brillan como los de un niño.

Verlo en acción dentro de la cancha es como presenciar un pequeño milagro. Ese niño que alguna vez soñó con correr libre, sin límites, lo sigue haciendo con la misma pasión encendida, como si su alma siempre estuviera lista para más, como si el tiempo no le pesara. Corriendo detrás de la pelota de un lado a otro y con una resistencia que desafía toda lógica, no parece un hombre de setenta y siete años recién recuperado de Covid. Ahora entiendo que para él, en esta cancha no solo se juega al tenis. Aquí, siempre se ha jugado la vida de verdad.

Es curioso... a veces uno cree que está dando algo, pero en realidad está recibiendo. Cuando estamos juntos jugando con él, creo que le estamos dando de nuestro tiempo y así, enseño a mis hijos a retribuir el amor que su abuelo les ha dado toda su vida. Sin embargo, más que dar, estoy recibiendo y mucho, porque en cada juego, en cada risa, se me ilumina una luz dentro que, a veces, el cansancio y las preocupaciones, intentan apagar.

En una de mis recientes visitas, jugamos dos sets de dobles durante dos horas y media. Yo terminé exhausta, con el cuerpo adolorido, buscando aire como quien busca agua en el desierto. Él, en cambio, parecía apenas comenzar.

El sol estaba implacable. Me puse bloqueador en la cara, pero olvidé proteger mis hombros. Terminé con la piel ardiendo, una herida silenciosa que me recordó algo esencial: a veces, en el afán de darlo todo por quienes amamos, podemos olvidarnos de nosotros mismos. Amar también es templarse. Es saber cuidar de uno mientras se entrega. Es no olvidarse de la propia piel mientras se abraza.

Me reí pensando que, al menos, tengo hombros achicharrados y no colapsé en la cancha, rendida ante mi papá, como muchos de los amigos que durante décadas llenaron la cancha de vida y que ahora solo habitan en nuestros recuerdos.

Al terminar la tarde, con las piernas temblando de cansancio, lo miré: sus mejillas enrojecidas, su voz animada contando anécdotas de su saque perfecto, la chispa indomable en su mirada. Y supe que el verdadero regalo no era haber ganado un punto, era haber compartido la cancha y el corazón.

A veces, el cuerpo se cansa, pero el amor nunca se detiene. El cuerpo no sostiene al amor, sino el amor, es quien impulsa al cuerpo y este es el INGRIDiente secreto, reconocer que incluso con hombros achicharrados, el corazón enciende al alma que encuentra un motivo para seguir corriendo. Gracias por acompañarme una vez más.

IG: @Ingridcoronadomx

www.mujeron.tv

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

js

Comentarios