Había una vez un alma antigua que, antes de encarnar, se reunió con el Consejo de las Estrellas para elegir su camino en la Tierra. Ya había recorrido muchos senderos en vidas pasadas: caminos de comodidad donde aprendió a disfrutar, otros de estabilidad donde aprendió a ser amada y otros más hasta de aplausos donde aprendió a brillar desde afuera.
Pero esta encarnación era distinta. El Gran Consejo le dijo: «Tienes una misión mayor en esta vida. No solo has venido a disfrutar, sino a sostener tu luz, aunque nadie la vea. Has venido a mostrar que la dignidad no te será arrebatada ni siquiera en el dolor.»
El alma, con ingenuidad, preguntó: «¿Podré tener algún apoyo? ¿Un compañero, un trabajo estable, un refugio que me sostenga?»
Y el Gran Consejo, con amor infinito, respondió: «No, porque si te diéramos un camino fácil, sería como poner rueditas a la bicicleta de tu alma. No aprenderías a sostenerte por ti misma. No podrías conocer lo que es la verdadera dignidad, esa fuerza que no depende de lo que te dan ni de lo que tienes, sino de lo que sostienes dentro».
El alma suspiró profundo y aceptó: «Está bien. Que me quiten lo que no me pertenece. Que me duela si es necesario, pero que me enseñen a sostener mi luz sin depender de nadie.»
Así bajó a la Tierra y, como era de esperarse, encontró guerras, traiciones, despojos. A veces lloraba, preguntándose por qué el Universo le dio un camino tan duro, pero en cada caída, una chispa dentro le recordaba: «Yo elegí ser invencible. Yo elegí la dignidad que nadie puede arrebatarme.»
Este cuento es para quienes han sido atacados, despojados o traicionados por quienes más amaron, y han sentido que la vida es injusta. Lo comparto porque hoy lo entiendo mejor que nunca.
Hace unos años, en un asunto legal que llegó a la SCJN, no solo gané el caso, sino que se sentó un precedente: «La imagen de una persona está indisolublemente ligada a su dignidad.»
Cada vez que alguien intenta ensuciarte con mentiras, no solo te roba la paz, quiere quitarte el derecho a mirarte con amor. Debido a esto aprendí una lección muy grande: la dignidad no te la da nadie. Ni una pareja, ni un juez, ni un aplauso. Tú la sostienes en el silencio de tu alma.
La dignidad es esa fuerza invisible que te sostiene firme mientras el mundo intenta ensuciarte. Es elegir no convertirte en lo que te lastimó. Es alzar la voz sin odio, aunque la injusticia sea evidente. Es no manchar tu esencia con el lodo que te arrojaron.
No es resignación, es un fuego interno que el viento no apaga. Es tu imagen intacta, aunque otros hayan querido destruirla. No todos entienden lo que significa la palabra dignidad, pero todos la hemos sentido cada vez que decidimos no ser verdugos de nosotros mismos.
Dignidad, además, es lo que ves en el espejo, cuando, a pesar de las heridas y las lágrimas, te reconoces en tus propios ojos y encuentras belleza ahí. Es saber quién eres, aunque el mundo insista en decir lo contrario.
Cuando la vida me arranca las hojas, recuerdo que el árbol no pierde su esencia. Lo que me hace digna no es lo que tengo, sino lo que sostengo, aunque me lo quiten todo.
El INGRIDiente secreto es este: La dignidad no es quedarte callado ni tragarte el dolor. Es mostrar tu verdad con respeto, aunque incomode. Es brillar con tu propia luz, aunque nadie aplauda. Es, en esencia, ese fuego que nadie puede apagar.
Gracias por acompañarme una vez más.
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