Hace unos años pensaba que el éxito se medía en números. En audiencia, en rating, en seguidores y portadas de revistas. Por mucho tiempo yo fui exitosa bajo esos parámetros hasta que un día, el aplauso se apagó.
La vida —o Dios, o el alma, o todo junto— me llevó a un teatro sin reflectores, donde las butacas estaban vacías, donde el eco era el único espectador, donde las luces se apagaban sin anunciar el final.
Fue duro. Sentí que había perdido mi lugar en el mundo. Sentí que había fracasado. Sentí que el silencio era un juicio silencioso, que la soledad pesaba más que cualquier escenario abarrotado. Hubo noches donde lloré en la oscuridad, preguntándome si había algo roto en mí, si algún día volvería a sentirme suficiente. Hubo madrugadas donde me dolía hasta respirar. Donde el único aplauso que me acompañaba era el latido tembloroso de mi propio corazón.
Por si eso fuera poco, recuerdo que todo se me juntó con una época en la que me rompí aún más. Acababa de terminar una relación amorosa y, mientras yo lloraba horas en mi cama, me mandaban por Instagram fotos de él viajando por el mundo, sonriendo, celebrando, brillando. Y yo, rota en pedazos, sin poder moverme de la tristeza.
Ahí entendí que el acto más grande de amor propio es simplemente resistir una noche más en tu propia cama, sin filtros, sin escenarios, sin aplausos.
Sin embargo, en ese silencio sin cámaras, pasó algo que no esperaba. Una mujer me escribió un mensaje: “Gracias mujerÓN, gracias por escribir ese libro, gracias porque anoche no me rendí. Porque si tú pudiste, yo también puedo”.
Esto se sintió como el mayor de los éxitos y así entendí que hay un éxito que no se ve. Que no se mide en cifras. Que no sale en las noticias. El éxito real es encender una pequeña luz en medio de tanta oscuridad. Es ser una chispa de esperanza donde solo había sombra. Es hacer que alguien sienta, aunque sea por un segundo, que no está solo.
Desde entonces, mido mi vida de otra forma. No en ovaciones, sino en corazones. No en contratos, sino en conexiones. No en reflectores, sino en luz propia. Hoy sé que el verdadero éxito no hace ruido, hace eco en otras almas que buscan respuestas. Hoy sé que mi historia ha servido para aliviar las cicatrices de mujeres que eligieron no rendirse. Y eso, no me lo puede quitar nadie.
Y también entendí otra cosa: a veces es en ese silencio, en ese "escenario vacío" donde no queda nadie aplaudiendo, es donde descubres talentos, gustos y pasiones que no sabías que vivían dentro de ti.
Mi amor por escribir nació así. En esa soledad que me permitió escucharme realmente. Y sé que no soy la única, tal vez allí esté tu canto escondido, o tu danza olvidada, o tus colores esperando un pincel. O tu voz interior susurrándote que tu historia merece ser contada.
Cuando estoy en momentos difíciles, lo que me da fuerza para levantarme cada mañana, es escribir más páginas de mi nuevo libro o una de estas columnas. Ya no es el supuesto éxito que podría tener lo que me anima, es saber que puedo tocar un corazón más. Que mi dolor no ha sido en vano porque ha inspirado a que alguien más pueda enfrentar su propia batalla. Así como yo he enfrentado las mías gracias al trabajo personal y espiritual de otras personas que me han inspirado.
El éxito más profundo no tiene escenario, tiene alma, y no siempre necesita público. A veces basta con que tú mismo seas tu propia audiencia.
Cuando sientas que tu éxito no se ve, recuerda que el éxito real no se mide en aplausos, sino en almas tocadas. El INGRIDiente secreto es inspirar a esas almas, incluida la tuya, para que se conviertan en faros de amor que seguirán iluminando mucho después de que nuestro nombre haya sido olvidado.
Si algo de lo que compartí hoy resonó contigo, cuéntamelo en Instagram @ingridcoronado.mx. ¡Me encantará leerte o recibir tu corazón!
Gracias por acompañarme una vez más.
Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.