Había una vez una mujer que vivía en una casa en medio del bosque. No era cualquier casa, tenía cimientos de lágrimas, paredes hechas de palabras valientes y un techo construido con promesas que ella misma se hizo para no rendirse incluso en los días más oscuros.
Un día, tras muchos inviernos de reconstrucción, despertó sintiendo que no podía levantarse. El cuerpo le dolía, el alma, aún más. Confundida, pensó:
"¿No que ya había sanado? ¿No que ya había cambiado, perdonado, soltado? ¿Por qué otra vez me siento así?"
Molesta con su tristeza, se arrastró hasta el jardín y llegó hasta el árbol que ella misma había sembrado con amor, rituales y palabras de poder. Pero ese día el árbol no tenía ni una sola flor.
Entonces gritó, entre lágrimas: "¿Qué más tengo que hacer para florecer?"
El árbol no respondió. Solo dejó caer una hoja, la mujer la recogió y al tocarla escuchó algo muy suave, un susurro dentro de sí que decía:
"No hiciste nada mal. El alma no florece como la mente espera. Hay días en los que la raíz sigue trabajando… aunque tú no veas nada arriba."
Y en ese instante lo comprendió: no estaba retrocediendo, estaba entrando más hondo.
Y por primera vez en mucho tiempo lloró sin enojo. Lloró con ternura, de la forma más vulnerable, como si cada lágrima sirviera de riego para las raíces, ayudando al árbol a fortalecerse.
Entonces vio todo distinto. El jardín sin flores ya no era fracaso, sino descanso. No era vacío, sino profundidad. Aprendió que hay belleza en lo que aún no se ve, porque hay procesos que ocurren dentro, aunque por fuera, todo parezca en pausa.
Este cuento me llegó una mañana en la que yo también me sentía así. Después de tantos años de trabajo interno, de terapia, de procesos, de sanaciones… ese día, el cuerpo dolía y el alma estaba nublada.
Mi primer pensamiento fue: "¿Estoy retrocediendo?"
Pero no era un paso atrás, nunca lo es. Era uno hacia adentro. Porque crecer no siempre se ve como avanzar. A veces se siente como detenerse, como no entender, porque nada florece… aunque estés haciendo todo lo que está en tus manos.
Aprendí a no exigirle a mi alma que florezca todos los meses del año. A respetar mis inviernos. A confiar en el trabajo invisible de la raíz.
Porque es en esos momentos de invisibilidad donde ocurren las mayores transformaciones, si es que estás trabajando en las raíces. No por todo lo que hacemos, sino por todo lo que dejamos de resistir.
Y porque, aunque aún no se vea, algo se está tejiendo en el fondo. Cada lágrima suave, cada abrazo a una misma, cada rendición sincera... forma parte del florecimiento futuro. Uno más honesto. Más real.
A veces solo necesitamos recordar que el silencio también es parte del canto.
Que la pausa contiene una nota sagrada. Que aunque hoy parezca que nada sucede, lo más importante se está gestando adentro.
Hay días en los que no hay flor… pero la raíz que sembraste sigue viva. Se está fortaleciendo. A veces con lágrimas. A veces en silencio.
El INGRIDiente secreto es saber que un día, sin avisar, la vida puede volver a florecer en ti. Porque el sol sale cada día para quien lo mira con atención… y a veces, eso basta para iluminar cualquier día sin flor.
Gracias por acompañarme una vez más.
Ingrid Coronado
IG: @Ingridcoronadomx www.mujeron.tv
Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.