El poder de la delincuencia no tolera al poder legítimo. El asesinato de Carlos Manzo, ejecutado sin miramientos ante su esposa e hijos, lanza un desafiante mensaje de dominio y de captura triunfal contra la población y el Estado.

En la década de 1990 Sicilia vivía bajo el yugo de la Cosa Nostra, un grupo delictivo que no solo controlaba el narcotráfico, también era gobierno, banca y tribunal. Era imposible construir, vender o comerciar sin pagar el pizzo, ese impuesto que puede convertir la vida cotidiana en servidumbre.

Las obras públicas eran concesiones de la mafia, los contratos estatales pasaban por su control, las carreteras, los hospitales y hasta los cementerios eran negocios penetrados por la cosa nostra. Más que la desviación de un sistema, era ya el sistema mismo, con una policía comprada y el silencio como única forma de supervivencia.

A los jóvenes de allá, el crimen les ofrecía lo que el Estado les negaba: identidad, pertenencia, prestigio y un modelo aspiracional en el que ser parte de la mafia no avergonzaba, representaba el éxito. Los italianos parecían estar acostumbrados, como quien acepta un orden natural que deja de ser cuestionable.

En medio de esa desolación, Giovanni Falcone y Paolo Borsellino rompieron el pacto de resignación y reconstruyeron el Estado de derecho. Con reformas judiciales e investigación financiera descubrieron que combatir el crimen implica siempre inteligencia y voluntad, únicos cimientos de la dignidad institucional. Italia lloró a los jueces que pagaron con su vida, pero su sacrificio reveló que la corrupción no es invencible cuando el Estado decide ser Estado.

México apenas pestañea. La indiferencia y el miedo son costumbre y con demasiada frecuencia la costumbre puede ser complicidad. Cuando el crimen se vuelve institución el sicario es su funcionario.

Atravesamos un momento similar; los cárteles empoderados se comportan como “gobiernos paralelos”: recaudan, negocian y administran su propia justicia. En muchas regiones la ciudadanía paga su propio pizzo. La incertidumbre empuja a los jóvenes,, por decisión o por leva, a sumarse a sus filas. El homicidio del líder limonero Bernardo Bravo y el de Carlos Manzo fueron realizados por sicarios entre 17 y 19 años de edad.

Su asesinato no es un accidente, sino una respuesta. Manzo denunció públicamente haber detectado “fosas clandestinas y haber entregado información sobre delincuentes a la fiscalía estatal para que actuara a la brevedad”. El país procesa hoy la noticia de su muerte.

Washington reacciona como lo haría ante un Estado fallido cuyo territorio es vecino al suyo y exhibe a sus autoridades como a un menor de edad incapaz de transformar esa realidad.

Lejos de la apatía gubernamental, parte de la ciudadanía manifiesta un sentimiento enardecido. La toma del palacio de gobierno en Michoacán expresa el dolor y la rabia de una población abandonada a su suerte que se pregunta si existe la justicia.

Italia encarceló a más de 300 mafiosos, desmanteló redes enteras de narcotráfico y procesó a más de 3 mil políticos, incluyendo a dos exprimeros ministros. Aquí, en cambio, los asesinatos de alcaldes, las estafas públicas y las pruebas que apuntan a gobernadores, fiscales y secretarios se acumulan sin consecuencia alguna. Allá la justicia sacudió los cimientos del poder; aquí el poder sepulta la justicia bajo el silencio y la impunidad.

Es posible enfrentar y superar la crisis con voluntad política y justicia que cambie la historia. En ese caso, lo primero será llamar las cosas por su nombre. O el Estado reconquista los municipios, o la muerte de estos sepultará al Estado. Uruapan es reflejo de eso en lo que nos hemos convertido: el crimen gobierna y el gobierno disfraza, calla u obedece. Si las instituciones perecen, la República se desvanece y lo único que queda es la Ley del más fuerte.

Notario y exprocurador de la República.

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