En un país de impunidad, los primeros que pierden su libertad son los ciudadanos. ¿Cómo atender la inseguridad cuando el poder político se revela indiferente y omiso ante delitos tan graves y escandalosos de corrupción, como el caso Segalmex; y de violencia, como el caso Sinaloa?
Cuando los criminales pueden actuar tan impunemente, se hace evidente una relación funcional con quienes –por incapacidad o complicidad- los cobijan desde el poder político. Hace unos días los ganadores del Nobel de Economía exponían los riesgos de la frecuente simbiosis entre el Estado y algunos integrantes de las élites políticas y económicas para beneficiarse de negocios y concesiones. Algo parecido sucede ante la negativa para enfrentar las peores conductas delictivas.
Nada incentiva más la delincuencia que saberse cobijado por un sistema que deja sin castigo 98% de los delitos cometidos. El círculo vicioso ante conductas tan graves como la extorsión lo completa el miedo de las víctimas a denunciar, ya sea por el temor a sufrir represalias o por la convicción de que su caso se perderá entre muchos otros sin ocurrir nada.
El crecimiento exponencial de los homicidios dolosos en los últimos 12 años y el de otros delitos como la extorsión arrinconan cualquier intento por fortalecer la ruta hacia un verdadero estado de Derecho.
Se estima que 2024 terminará con 30 millones de delitos, de los cuales 27.5 millones no serán investigados. ¿Esto qué significa? Si el 92% de los crímenes no llegará a instancias de un juez, la reforma que modificará la estructura actual de toda la judicatura no hará que el resto del sistema de justicia resuelva su rezago histórico, hoy agravado por 6 años de prodigar abrazos a los grupos criminales.
La impunidad sólo puede ser abatida si conduce a una sentencia que sancione a quien delinque. Para ello, deberá incidir en los tres eslabones del sistema de justicia: Policía, Ministerio Público y Poder Judicial.
¿Cuántos jueces, ministerios públicos y policías se requieren para atender en promedio 82 mil delitos al día? ¿De dónde saldrán los centros de internamiento penal si el universo de la llamada “readaptación social” abarca a 230 mil personas recluidas en graves condiciones de sobrepoblación y hacinamiento? Pese a esto la reforma da manga ancha a la prisión preventiva oficiosa, extensiva a casi la totalidad de las conductas delictivas. En un año como 2025, con déficit fiscal, debilidad en las finanzas públicas y arcas semivacías ¿de dónde saldrán los recursos para esas tareas?
Ante la suma total de las incapacidades reales y manifiestas y las complicidades ¿cómo y quiénes decidirán la prioridad para atender los delitos? ¿Será también a punta de suerte y vueltas de manivela? Prestos a seguir promoviendo un absurdo aparato de justicia entregado a la discrecionalidad y el azar ¿habrá tómbolas reales o virtuales para determinar la culpabilidad o la inocencia de los acusados?
La nueva realidad que nos espera estará a expensas de una reforma judicial que sólo traerá inexperiencia y sesgos interpretativos de nuevos jueces designados no por sus méritos sino por la simpatía y el “apoyo popular”. Por su parte, la adscripción de la Guardia Nacional a la Sedena encomienda la seguridad pública a quienes no se prepararon para ejercer funciones de policía; en el mejor de los casos su profesionalización requerirá mucho tiempo, constancia, organización y fuertes inversiones en las policías locales y federales para lograr una posibilidad real para revertir el mapa de la criminalidad dominante.
La impunidad seguirá siendo un problema de fondo. Con reforma o sin ella, no se cuenta ni con 10% de la infraestructura necesaria para revertirla. ¿Cómo salir del estado de indefensión tras 6 años de abrazos a los delincuentes? Me niego a resignarme y aceptar que la impunidad y los casos de escándalo sean el signo evidente de las batallas perdidas. No estoy dispuesto a admitir que estemos llegando a un país en el que gobierne la delincuencia.
Notario, exprocurador General de la República