Durante los últimos años México ha atravesado un proceso silencioso, pero profundo, de concentración de poder en el que una sola persona, sin ningún tipo de contención y con un congreso obediente, ha agotado sistemáticamente los principios republicanos de nuestro país.
Los vacíos de la administración pública son maquillados por merolicos matutinos que pregonan “el mejor sistema de salud del mundo” o “el tren más moderno del planeta”, mientras el descrédito y las carcajadas resuenan dentro y fuera de México.
La crisis es de fondo y de forma. Las decisiones tomadas desde la cúpula del gobierno han debilitado el Estado de derecho y los contrapesos que sostienen a una democracia. El apego al derecho se ha convertido en ficción, sustituido por una lógica de subordinación y propaganda.
Si bien el presidencialismo siempre ha sido la directriz del sistema político mexicano, desde 2019, lejos de limitarse, emprendió una campaña para acumular facultades sin precedentes. Mientras otras naciones evolucionan y amplían los mecanismos institucionales para contener al Ejecutivo, aquí los márgenes de acción son reforzados por un Congreso sometido y obediente.
Casi todas las reformas legales y las constitucionales desde 2019 han sido en detrimento de derechos ciudadanos. La ciudadanía que no votó por Morena ha quedado reducida a espectadora de su propio despojo.
La sobrerrepresentación legislativa, que surgió como método para garantizar gobernabilidad, hoy es la aplanadora oficial que nulifica cualquier oposición en nombre de la voluntad popular. Es preferible un Congreso incompleto, incluso con menos de 500 diputados, que uno que funcione como maquinaria para destruir la legalidad.
También el Poder Judicial ha sido cooptado por el discurso del espectáculo. Sus procesos de designación carecen de rigor y el rostro de los candidatos a jueces se exhibe como si fueran parte de una cartelera de lucha libre; sin dignidad, ni autonomía, ni criterios claros de selección más allá de la voluntad del mesías.
A esto se suma el deterioro del pacto federal con estados que, en lugar de entidades libres y soberanas, actúan como oficinas burocráticas que extienden la mano a la Federación. Los límites del federalismo quedaron en el olvido, se ignora el origen y destino de los recursos públicos y se subvierte el espíritu de la descentralización. El artículo 73 constitucional fue el caballo de Troya que permitió arrebatar competencias a los estados y amalgamar el Poder Legislativo en el centro. La norma que alguna vez buscó responder a emergencias terminó convertida en herramienta de expansión del Ejecutivo federal.
La falsa democracia se pasea disfrazada de voto popular, el sufragio quedó reducido a símbolo de una representación abstracta que ya no garantiza el pluralismo ni la división de poderes. Se gobierna por decreto, se legisla por consigna, se juzga por encargo.
La única salida para hacer de México un país verdaderamente democrático es: primero, voluntad política para impulsar una reforma integral que establezca límites claros a la designación de funcionarios y cree contrapesos reales, no decorativos; segundo, normas que impidan la sobrerrepresentación y devuelvan sentido a la pluralidad, que nunca más una sola línea de pensamiento someta la voluntad de todo un país; tercero, un Poder Judicial verdaderamente independiente que se integre a sí mismo y garantice que su criterio esté comprometido con la ley; y finalmente, una nueva arquitectura constitucional que devuelva facultades a los estados. Sólo una ciudadanía activa, consciente e inconforme podrá impulsar tareas de tan enorme dimensión.
Estas medidas no buscan el debilitamiento del Estado, sino fortalecerlo evitando que una sola persona lo absorba todo. Si no se limita al poder, si no se reconduce el pacto federal, si no se reconstruyen los contrapesos, lo que se consolida no es una democracia, sino una simulación con rostro autoritario.
Notario y exprocurador de la República. @irmoralesl