Una mayoría en la Suprema Corte, nacida del azar de una tómbola, pretende asesinar la certeza jurídica y convertir el punto final de una sentencia en una coma, cosa que no implica un simple cambio de criterio, sino un magnicidio constitucional que transforma al Poder Judicial en una trituradora de derechos.
La maniobra, vendida como acto de “justicia correctiva”, es un cartucho de dinamita colocado en el corazón del Estado de Derecho. El litigio deja de ser un camino para determinar la verdad y se convierte en un laberinto de espejos donde ninguna puerta se cierra jamás. El ciudadano queda acorralado, sin salida posible.
En un afán refundacional que huele a revancha, la certidumbre, oxígeno de la democracia, la vida económica, política y social, se vuelve atmósfera irrespirable.
La cosa juzgada no es un fetiche de abogados viejos y rancios, es la única barrera que separa a la civilización de la barbarie feudal siempre hundida en conflictos interminables hasta devorarse a sí misma. En un México con gobiernos ebrios de poder, cualquier resolución firme podría fracturarse al antojo de funcionarios vivillos y ambiciosos.
El argumento oficial es una trampa para ingenuos: ¡Cómo permitir que subsista una sentencia nacida del fraude! repiten con solemnidad hueca; de esa retórica está hecho el disfraz de los tiranos.
Demoler una verdad jurídica señalándola de irregular permitirá atacar la propiedad privada hasta pulverizarla. El dueño será un huésped precario del Estado, el divorciado será un soltero bajo fianza, el absuelto, un culpable en pausa. La deuda saldada se levantará con vida zombi, especialmente si el acreedor es el Estado.
No es casual que la muerte de la cosa juzgada avance al mismo ritmo que el terror judicial contra los grandes contribuyentes. Los casos no son un canario aislado en la mina, son ejecución pública en medio de una urgencia recaudatoria asumida sin pudor institucional. La elasticidad moral de esta Corte no es casualidad, es sumisión política.
El resultado será un casino donde la casa siempre gana y además se reserva el derecho de hacer trampa. Bajo la falsa bandera de la justicia social, el Estado lanza los dados infinitas veces. Cuando pierde, grita fraude procesal, patea la mesa y reinicia la partida hasta ganar. En ese tablero, el soberano juega con fichas infinitas y el ciudadano apuesta con una sola moneda decretada ilegal a mitad del aire.
La Presidenta ya manifestó que no comparte la decisión; paralelamente, la arquitecta doctrinal de este proyecto salió con un texto que pretende confundir más que aclarar. Primero acusó a críticos y periodistas de inventar un complot para sembrar pánico. Luego admite que sí hubo debate, aunque intentó reducirlo a un trámite inocuo e invoca la nulidad de juicio concluido como si fuera una prerrogativa natural del poder judicial, cuando esa figura nació para casos excepcionales de fraude acreditado. El malabar retórico convierte una válvula de emergencia en un permiso ilimitado para perforar la cosa juzgada.
La cosa juzgada es el último muro de contención frente a un absolutismo alérgico a la certeza jurídica que diferencia a un tribunal, de una purga estalinista. Las objeciones de ministros como Yasmín Esquivel y las advertencias de procesalistas como Eduardo Couture suenan a campanas fúnebres. Nada destruye más a un país que el litigio sin fin que condena a la población a vivir en ansiedad crónica.
Defender la cosa juzgada es un acto de resistencia para impedir que la justicia pierda su misión civilizatoria y termine convertida en garrote de gobiernos autoritarios que ya no necesitan decretos si cuentan con jueces dispuestos a borrar la historia para halagar al poder, eso sin considerar el daño económico irreversible que se generará. Cuando caiga el último fallo firme, descubriremos que no vivimos en una república, vivimos en una sala de espera donde el verdugo escoge, sin prisa y sin ley, a su próxima víctima. A eso nos están llevando.
Notario, exprocurador general de la República

