En una democracia los jueces no representan al pueblo, sino a la ley; no defienden ni buscan el veleidoso voto mayoritario, sino defienden constitución y ley. Un sistema democrático acota e impone límites al gobernante y le recuerda, de varias maneras, que no puede estar por encima de la ley.
Es triste recordar esto como parte de un réquiem tras la demolición de la judicatura mexicana y varios de sus pilares, entre estos la separación de poderes, la legalidad, el respeto a los derechos individuales y la existencia de contrapesos constitucionales.
¿Estamos listos para ver a jueces dictando sentencia con lenguaje incluyente y haciendo performance en TikTok entre aplausos y silbidos?
Algunos de los aplaudidores más entusiastas de la politización de la justicia y el uso del derecho como látigo para domesticar adversarios ideológicos, se exponen a la ley del perro bravo: festinan que muerda al enemigo, hasta que los muerda a ellos. Esa será muy probablemente la ruta que veremos también tras convertir por voto popular a juzgadores en operadores políticos.
Llamar “éxito” a lo ocurrido el domingo es insostenible ante la fuerza de los números ¿qué clase de legitimidad democrática puede surgir del acarreo, la desinformación y la manipulación electoral? ¿Dónde acomodar la lógica de un proceso hecho dizque en nombre del pueblo, pero ignorado por el 90% del electorado?
En países como Bolivia, cuyos gobiernos han subordinado por voto popular a su poder judicial, la corte se llena de leales y el régimen judicializa la disidencia. No es ese ya el único caso histórico en que una democracia puede suicidarse por votación.
Aristóteles advirtió que la democracia, cuando degenera, se convierte en el dominio de la masa sobre la ley; una monarquía degenera en tiranía, la aristocracia trasmuta en oligarquía, y la república constitucional en una mayoría sin freno ni razón.
Lo que ocurrió el domingo puede ser una votación para elegir verdugos, jueces al servicio del poder, revestidos de toga, instruidos para castigar a quienes incomoden al régimen y para absolver a sus fieles. México sigue construyendo su propio absurdo institucional resultado de la demolición permanente, esta vez con un poder judicial cuyas resoluciones veremos plagadas de ocurrencias, estridencias, decisiones injustas pero populacheras y abundantes juicios televisados.
Se ha dicho, con razón, que uno de los logros de la transición mexicana fue consolidar un Poder Judicial profesionalizado. Con fallas, con rezagos, pero con una paulatina cultura de legalidad y autonomía, eso ha sido tirado por la borda.
Es fácil en tiempos de bots y manipulación de la verdad autoinvestirse como heredero de luchas populares, y decirse defensor de los oprimidos. Muchos de los nuevos jueces son en realidad exdiputados, exdelegados o exfiscales, cuyas candidaturas se definieron en oficinas de partido, sin ningún mérito judicial.
Es doloroso que todo esto ocurra en la era del acceso a la información en tiempo real, el big data, la inteligencia artificial y la posibilidad tecnológica de construir sistemas realmente más justos, más transparentes y racionales. En lugar de intentarlo, decidimos correr hacia el pasado, ponernos en brazos de Fuenteovejuna y las pulsiones de la venganza colectiva descritas por el genio de López y la Presidenta.
En suma, el domingo no se celebró en México una fiesta democrática: se festejó un funeral. Y cuando alguien pregunte ¿De quién fue culpa de esta debacle?
La respuesta es que nadie será culpable. Porque todos lo somos.