El hallazgo en Teuchitlán, hecho por madres buscadoras, revela de manera inocultable una verdad a voces. Es imposible ignorar que detrás de las desapariciones realizadas por el crimen organizado en Jalisco, no sólo está la pasividad de funcionarios públicos, sino que varios son parte activa de los intereses y mecanismos de violencia que siguen arrancando la vida a miles de mexicanos cada año.

San Fernando, Villas de Salvarcar, Ayotzinapa y los hallazgos del rancho Izaguirre muestran facetas diversas de la simulación y la indiferencia oficial acumulada durante años hacia los familiares de las víctimas de desaparición forzada en nuestro país. Cero empatía hacia ellos o sus familiares.

El sexenio pasado exhibió la invalidación gubernamental sistemática contra madres y padres buscadores que rogaban recibir un poco de atención. Se les respondió incluso en tono de burla, minimizando hechos cuya dimensión y significado se descubre y se evidencia de manera brutal.

De los 125 mil registros históricos de desapariciones, más del 40% han ocurrido en los últimos seis años, a un ritmo de 23 desapariciones por día. Esos 50 mil casos se asumen como algo “normal”. De hecho, este problema extraordinario no parece estar recibiendo la atención extraordinaria que requiere. Las leyes permiten que la colaboración con grupos de la delincuencia organizada puede configurar jurídicamente la responsabilidad de servidores públicos, y los culpables recibir penalidades por desaparición forzada, sin límite de permanencia en prisión y sin beneficios como la libertad anticipada o reducción de la condena, a menos que posean y ofrezcan información relevante.

El país registra niveles de impunidad del 98%, las más de 220 mil muertes violentas (independientemente de los desaparecidos) configuran situaciones extraordinarias características de un estado de guerra, Atenderlas exige del gobierno un compromiso humanitario para escuchar y atender a las personas buscadoras desde una auténtica sensibilidad social. El gobierno anterior criticó a la excomisionada de la Segob y la retiró incluso del mecanismo oficial de búsqueda cuando se negó a rasurar datos.

Muchos nos preguntamos ¿cuántos ranchos como Izaguirre y campos de adiestramiento y exterminio operan en la República? ¿Qué hará el gobierno con los funcionarios municipales y estatales que reclutaban víctimas para enviarlas al matadero? ¿Por qué ningún funcionario ha caído en lo que va de esta “nueva” tragedia? ¿Cómo confiar en las reformas que pretende impulsar la presidenta Sheinbaum si antes no podemos confiar en las autoridades?

Atender la desaparición de personas exige que se apoye a la sociedad civil y a las comisiones de búsqueda desde un órgano creíble paralelo a la fiscalía. El Código Nacional de Procedimientos Penales permite crear un ente en el que participen las propias buscadoras, únicas que han demostrado experiencia, voluntad y eficiencia para rastrear e identificar restos óseos de personas desaparecidas. Son ellas las madres buscadoras las únicas y verdaderas heroínas, cuya tenacidad ha dado resultados en hallazgos donde las fiscalías especializadas, con presupuesto y más capacidad de acción han fracasado.

Ante gobiernos circunstancialmente acorralados y también “desaparecidos” por la acción impune de los criminales que controlan territorios y poblaciones, sólo la sociedad civil organizada podrá enfrentar con credibilidad una tarea que trasciende el soliloquio del poder y el debilitamiento acelerado de las instituciones. Sólo así podrá asumirse el reto de enfrentar un problema de dimensiones extraordinarias, como es la desaparición de personas, ante autoridades que han antepuesto su pasmo, silencio, inacción, tibieza o abierta complicidad como hoy muestra el caso Teuchitlán.

Notario, ex Procurador General de la República

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