2019 se consolidó en nuestro país como el año récord en homicidios. Cifras escalofriantes como las que entrega esta administración no habíamos conocido antes; baste decir que se duplicó el número de homicidios de 2015. ¿Es esto lo que mueve la decisión presidencial de acordar en tiempos de paz la intervención del Ejército y la Marina en tareas cotidianas de seguridad pública?
Aparte de algunos hechos de alto poder simbólico —como el saludo personalísimo a la mamá de un célebre criminal, o el descaro impune de los cárteles que hoy otorgan despensas y ayudas y aumentan su influencia social, penetración y control en comunidades marginadas— cabe preguntar: ¿habrá pesado a favor del decreto que durante 2019 aseguraron mínimas cantidades de cocaína en comparación con otros años y en cambio fueron asesinadas más de 35,880 personas.
Será difícil saberlo, pero los datos oficiales muestran que los resultados de 2019 representan sólo 12% de los aseguramientos de narcóticos del primer año de la década de los 90, no obstante que el consumo ha aumentado.
En plena fase de crecimiento exponencial de víctimas de la pandemia y rodeados de muchas dudas sobre las cifras oficiales, el presidente se dedica otra vez a distraer a la opinión pública con ataques a médicos, ingenieros, arquitectos, economistas y por debajo de la mesa, sin motivación ni explicación, promulga el acuerdo. Los programas de la 4T en estos casi 18 meses en materia de seguridad pública son un fracaso.
Los morenistas que protestaron con oportunidad contra el proyecto peñista de una ley de seguridad interior, hoy le dan la espalda a la civilidad y al derecho, pero también a la historia que mantuvo durante casi 100 años a las fuerzas armadas en funciones propias de la disciplina militar. AMLO da marcha atrás a su reiterado compromiso de campaña de desmilitarizar al país. Ahora se decreta que podrá ser ordinario lo que siempre fue extraordinario.
Desde su llegada al poder, el presidente se ha dedicado a entregar a la milicia proyectos y actividades que no le eran propias, yendo incluso contra toda lógica, como la de los organismos civiles que aconsejan que los aeropuertos no sean concesionados a los militares. El acuerdo adelante define una coordinación entre marina, defensa y seguridad; está claro que al final el país y la seguridad pública se militarizarán.
Además de constructor y contratista en Santa Lucía, el Ejército participa activamente en atender la pandemia sanitaria. Aún se recuerda cuando el presidente refirió en entrevista con La Jornada que si por él fuera desaparecería al Ejército y lamentó no poder hacerlo inmediatamente porque, dijo, “hay resistencias”.
El decreto que comentamos cruza abruptamente la línea que se mantuvo infranqueable históricamente entre lo civil y lo militar. Según él, los soldados y marinos que participen en tareas de seguridad pública lo harán “de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria” de la guardia nacional, cuya insuficiencia e inoperancia ya estaba a la vista.
Con este nuevo galimatías conceptual y jurídico contenido en un confuso acuerdo, se ordena que la fuerza armada permanente obedezca y acate de manera subordinada las disposiciones y la orientación que le dicte el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana debilitado y sin confianza nacional por los escasos resultados.
Ahonda la confusión el señalamiento de que las tareas que realicen las fuerzas armadas: “… estarán bajo la supervisión y control del órgano interno de control de la dependencia que corresponda” (sic.). ¿Será el OIC de la Guardia, el del Ejército o el de la Secretaría de la Función Pública?
Muchas voces expresamos las enormes inconsistencias del proyecto que creó la Guardia Nacional, pero reconocimos la necesidad de respuestas eficaces, profundas y urgentes para hacer frente a la impunidad criminal y la corrupción en procuración y administración de justicia. Surgió como consigna la política de “abrazos no balazos” y la suposición de que los criminales dejarían de matar, secuestrar, robar y extorsionar si sus mamacitas se lo pedían. No se les persiguió y estos son los resultados.
El decreto aumentó el poder presidencial al igual que la fallida reforma legal para concederle el manejo discrecional del 10% del presupuesto federal. Queda claro por qué la pandemia le vino “como anillo al dedo”.
Sigo creyendo que la Constitución debe ser la vía rectora para atender la seguridad pública, abatir la impunidad y desterrar la corrupción. “Delito que queda impune es delito que se repite”, es fórmula vigente. También considero que la utilización de la información de inteligencia puede representar la solución de al menos 80% de los casos criminales, y sólo el resto suele requerir el uso directo de armas de fuego.
Tengo confianza en las propias instituciones como la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Ejército Mexicano y la Marina, donde la Constitución terminará por prevalecer y ser defendida ante cualquier atentado. Por lo pronto, en seguridad pública, sigue siendo el binomio impunidad-corrupción donde se enquista el mal profundo que da como resultado que en vez de avanzar caminemos hacia atrás. Lo más importante estriba en el funcionamiento del programa de seguridad en beneficio de la sociedad, pues será la última llamada.