El accidente aéreo de la semana pasada destapó la cloaca de la corrupción en el manejo de los contratos en Dos Bocas, el Tren Maya, el Corredor Interoceánico, además otras obras públicas en Tabasco y Veracruz, y despliega de nuevo el enorme manto de impunidad que encubre y protege a quienes hacen negocios al amparo del gobierno federal.
El trágico final en el que pierde la vida un contratista exhibe indirectamente la pasividad de la Secretaría de la Función Pública, la Auditoría Superior de la Federación e incluso de las fiscalías, ante un negocio que supuestamente ronda 20 mil millones de pesos con empresas propiedad de una misma persona en los proyectos emblemáticos del presidente.
La tolerancia y manga ancha ante casos como éste incentiva y fomenta la corrupción al haberse eliminado arbitrariamente, en un 80%, el concurso como medio de asignación de las obras públicas. La cómoda actitud de esconder los datos de esos contratos es contraria a un mínimo de transparencia y exhibe cómo entiende esta administración la seguridad nacional.
Este modus operandi ha fomentado una nueva clase político-empresarial en connivencia con funcionarios que abonan el escenario propicio para que se reproduzcan los nuevos escándalos de corrupción. Queda lejos el sueño de los votantes en 2018, cuando constatamos que este gobierno ha sido peor que los anteriores.
La narrativa anticorrupción del Presidente y sus allegados ha quedado en enunciados doctrinarios divorciados de la realidad. Lejos de construir un plan para combatirla, los esfuerzos parecen estar enfocados más bien en abrir huecos en la legislación que permitan estas conductas antisociales manejándose en los márgenes de la ley.
El Sólo así se explica la impunidad de los infractores y el evidente encubrimiento y protección desde el poder a presuntos responsables de grandes desfalcos y cohechos escandalosos estallados en esta administración.
Por el contrario, ante la ausencia de medidas preventivas y correctivas para evitar realmente la fuga y desviación de recursos en contratos de obra pública, la retórica anticorrupción se nutre de explicaciones baladíes equiparando a los presuntos responsables con “buenas personas” engañadas por los esbirros de antiguos regímenes.
También han quedado en evidencia los “guardaditos” con contratistas que amplían las fuentes de financiamiento de campañas electorales ante las limitantes impuestas al INE. La corrupción de la ley y del derecho electoral no debería ser aduana obligatoria para quienes deseen competir en un proceso electoral, pues sólo amplía el círculo vicioso que retroalimenta el deterioro institucional y daña a la democracia en México.
Los comentarios que recibí por mi columna anterior me hicieron reflexionar en que no basta la imprescriptibilidad del delito de corrupción, si no se cuenta con medidas que la prevengan. Así, una próxima legislatura tendría la tarea histórica de diseñar, discutir y modelar una profunda reforma que aleje a los presidentes de ser los grandes dadores de obras y contratos.
Será necesario también entronizar mecanismos para vigilar y cuidar los concursos y adjudicaciones de obras, acotando el concepto de seguridad nacional para que no sea instrumento de opacidad.
Otra medida de contención deberá facilitar las investigaciones judiciales hasta llegar incluso a la elaboración y publicación de un registro de empresas y personas impedidas de participar en licitaciones públicas por haber incurrido en prácticas corruptas en la obtención de contratos.
Si el país es un ente orgánico, estas medidas tendrían que hacerse extensivas a las entidades federativas, pues a pesar de la soberanía de cada una, la corrupción también suele colarse por algunas rendijas del federalismo.
La rampante corrupción que hoy nos aqueja tiene un responsable y usted sabe quién es. El único camino para abatirla es trascender el presidencialismo, esa histórica deformación que hoy es lápida de otrora atractivas promesas de campaña.