En marzo pasado el Presidente soltó una frase insólita durante su participación matutina: “La corrupción no solo es inmoral, es al mismo tiempo una fuente posible de financiamiento para el desarrollo, para el bienestar del pueblo”.
Pudo ser un error de dicción, pero la confusión no fue aclarada. Los hechos han revelado que su autor ve “ventajas y virtudes” en permitir la corrupción y la economía criminal como mecanismos de la actividad económica y la distribución del ingreso.
Bajo ese enorme paraguas de laxitud caben lo mismo los 55,000 millones de dólares que cada año ingresan al país provenientes de Estados Unidos por las ventas de fentanilo, que la tolerancia al huachicol ofrecido en bidones a orilla de las carreteras; o el cobro de piso que ahoga a productores agrícolas y otros negocios afectados por una delincuencia cada vez más desbordada.
Hoy se defienden, con palabras o con la impunidad de la manga ancha, conductas ilegales como la opacidad institucional y el secretismo administrativo que esconde datos sobre las obras públicas, o que permite la abierta circulación de dinero en bolsas de papel o cualquier otra forma de transacción económica al margen del sistema fiscal.
Quien durante 18 años juró combatir la corrupción y la señaló como causa de colapso y descomposición social, hoy hace sincera apología del fenómeno, más allá de justificar conductas de no pocos familiares, amigos, funcionarios y militantes de su partido exhibidos en esa red de prácticas que hoy permea más notoriamente que antes los tres niveles de gobierno.
Los casos como el de Segalmex o el desvío de recursos de la Secretaría del Bienestar y de obras insignia de este gobierno son sólo la punta del iceberg. La OCDE señaló que la corrupción le cuesta a México entre 5 y 10% del PIB. Además, en el ranking mundial de percepción de la corrupción, México ocupa el lugar 124 de 180.
¿Es justificable la corrupción aun si puede desprenderse de ella alguna consecuencia positiva? ¿Bajo qué circunstancias puede ser tolerada e impulsada como instrumento para el desarrollo?
En diciembre del año pasado el INEGI estimó que el costo promedio de la corrupción en 2022 fue de $3,044 pesos por persona. Monto que cada mexicano pone de su bolsillo, ya sea para agilizar cualquier gestión administrativa que, de otra forma podría tomarle semanas o meses realizar; o por el pago al que se ven sometidos los ciudadanos por parte de funcionarios públicos.
Aunque la corrupción es un fenómeno fuertemente arraigado en la administración pública mexicana desde hace siglos, fue combatida y atendida siempre de manera casuística. Sin embargo, hoy es una práctica blindada con el beneplácito del gobierno, al anular o debilitar instituciones como el INAI que protegen el derecho ciudadano a saber la información sobre cualquier actividad realizada con fondos públicos.
El interés desmedido durante meses por mantener inoperante a ese instituto, o la creación o modificación de leyes que permiten mantener reservada la información del gasto en gran parte del presupuesto de inversión de nuestro país; o el involucramiento del criterio de seguridad nacional para poner a salvo de la pesquisa ciudadana la información de las obras sexenales, forma parte de esta nueva permisividad.
Bajo ese manto florece una enorme cantidad de contratos de adjudicación directa o licitaciones truqueadas para ganadores obligados luego a subcontratar servicios con empresas ligadas a personajes cercanos al poder palaciego.
A los mecanismos antes señalados hay que añadir la más reciente iniciativa de reforma que pretende dar pasaporte automático al Senado a expresidentes, medida inaudita que denota preocupación por perder las elecciones, pero cuya obvia intención es otorgar fuero a presidentes salientes ante posibles procesos en su contra. Quizá el subconsciente, presente en el exabrupto y en la irreflexiva ocurrencia verbal, sean pronto la única ventana de la sinceridad mañanera.