Ben Rhodes, uno de los asesores más cercanos del expresidente Barack Obama, solía describir la política exterior estadounidense como una empresa que mueve anualmente un billón de dólares y que avanza como un transatlántico, moldeando la vida de millones de personas, lo sepan o no. Nada más cierto: la influencia de Estados Unidos sigue siendo determinante y muchos países toman decisiones calibrando cada paso según el humor político y económico de Washington D.C.
Pero, ¿qué ocurre cuando ese transatlántico se mueve no por razones de Estado, sino por los caprichos de un solo hombre? La imposición de aranceles se ha convertido en el sello personal de Donald Trump y en los últimos días lo ha dejado claro. La semana pasada anunció tarifas del 30% a México, alegando que nuestro país no ha hecho “suficientes esfuerzos” para detener el narcotráfico en la frontera.
Y no se detuvo ahí. También envió una carta al gobierno de Brasil amenazando con sanciones, entre ellas aranceles del 50% a las exportaciones brasileñas, si el presidente Luiz Inácio Lula da Silva no modificaba sus políticas y dejaba de atacar —según Trump— al expresidente Jair Bolsonaro.
Todo esto ocurre en el contexto de las elecciones presidenciales brasileñas de 2026. Lula ha expresado su intención de volver a contender, mientras que Bolsonaro está inhabilitado por decisión del Tribunal Superior Electoral tras haber cuestionado, sin pruebas, la fiabilidad del sistema de votación. Además, enfrenta un juicio por el intento de golpe de Estado tras perder las elecciones de 2022.
Trump no ha dudado en respaldar públicamente a su aliado ideológico. En redes sociales afirmó: “He visto el terrible trato que recibe Bolsonaro a manos de un sistema injusto que se ha vuelto en su contra. ¡Este juicio debe terminar de inmediato!”. También criticó el bloqueo de Rumble —una plataforma de video afín a la extrema derecha— ordenado por un tribunal brasileño: “Estoy muy preocupado por los ataques a la libertad de expresión en Brasil provenientes del actual gobierno”, escribió.
Conviene recordar que Brasil es uno de los países que más ha avanzado en la construcción de un marco jurídico contra la desinformación digital. El Tribunal Superior Electoral ha demostrado capacidad normativa, operativa y jurisdiccional. Al mismo tiempo, ha trabajado con múltiples actores para enfrentar un fenómeno complejo, transnacional y en constante evolución.
Aunque las amenazas de Trump no se han materializado, su injerencia es indiscutible. Esto no es diplomacia: es presión política abierta. El presidente estadounidense está utilizando el poder de su cargo para favorecer a su amigo Bolsonaro, compartiendo con él no solo afinidades ideológicas, sino también el ataque a los contrapesos institucionales.
Lula, por su parte, ha respondido con contundencia. En un mensaje dirigido a la ciudadanía brasileña, calificó las amenazas como un “chantaje basado en informaciones falsas” y lanzó una advertencia que no debería olvidarse: “Trump fue elegido para gobernar Estados Unidos, no para ser emperador del mundo”.