La semana pasada, el presidente Donald Trump inició los trabajos para remodelar la Casa Blanca y construir un salón de recepciones monumental. Las imágenes mostraron la residencia presidencial convertida en un enorme sitio de construcción, rodeada de andamios y maquinaria pesada. La postal es una metáfora sobre el estado actual de los Estados Unidos con un presidente como protagonista que, durante los últimos meses, ha transformado la arquitectura institucional del país. En lo que va de su segundo mandato, Trump ha firmado más de 200 órdenes ejecutivas que han alterado de manera unilateral la forma en que opera el gobierno federal.
Conversamos con Owen Fiss, profesor emérito de Yale y una de las voces jurídicas más influyentes de las últimas décadas, para entender cómo el modo de actuar del presidente afecta las bases mismas de la democracia constitucional. Fiss advierte que Estados Unidos atraviesa un desafío democrático profundo, pues a pesar de que Trump fue elegido legítimamente, la manera en que usa el poder de su cargo para menospreciar los valores democráticos y los valores de igualdad que han dominado al sistema legal estadounidense desde los sesenta, erosiona las normas políticas y pone en entredicho la propia concepción del derecho constitucional. Para Fiss lo más peligroso es que Trump entiende la ley como un instrumento de poder sin límites internos que sirve para premiar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Por eso insiste en que es urgente defender una concepción del derecho con su propia integridad interna.
De acuerdo con Fiss, la democracia no se defiende sola. Por eso sostiene que los tribunales deben defender la Constitución y garantizar la democracia mediante la distribución del poder entre las instituciones del Estado. En el contexto actual, esa respuesta no ha tardado en llegar. Diversos tribunales federales a lo largo y ancho del país han bloqueado las políticas más controvertidas del presidente y han denunciado su inconstitucionalidad. Para Fiss, este choque era previsible, pues el presidente Trump ha usurpado prerrogativas que corresponden a otros poderes —como en su política arancelaria— y ha atacado las condiciones mismas que permiten que exista una democracia, como la libertad de expresión y los espacios de crítica en las universidades. El poder presidencial, incluso cuando es legítimo en su origen, se vuelve peligroso cuando se ejerce sin límites.
Sin embargo, la respuesta por parte de tribunales inferiores enfrenta un enorme reto y puede toparse con pared. En su conformación actual, la Corte Suprema de Estados Unidos cuenta con una mayoría conservadora de ministros nombrados por el propio Trump que, en los últimos años, ha fortalecido la discrecionalidad presidencial y ha revertido precedentes fundamentales para la democracia constitucional estadunidense. La anulación del precedente de Roe v. Wade eliminó la protección constitucional al aborto. Y la desaparición de la doctrina Chevron, que durante décadas permitió a las agencias federales interpretar y aplicar leyes complejas, ha desmantelado uno de los pilares del gobierno administrativo.
Frente a este panorama, Fiss no cae en ingenuidades. Su posición no es la de una confianza ciega en las instituciones constitucionales actuales. Su llamado no es a la fe, sino a la exigencia racional de la operación arquitectónica de la democracia constitucional. Reconoce que la Corte Suprema no siempre dicta decisiones justas y cita como ejemplo la decisión sobre inmunidad presidencial que amplía peligrosamente el margen de acción de Trump. Pero, al mismo tiempo, insiste en que la solución no está en abandonar las instituciones o en imaginar figuras utópicas, sino en demandar de manera crítica y decisiva que las existentes cumplan su función: impartir justicia.
Esa tensión entre escepticismo y esperanza recorre toda su trayectoria. Fiss ha visto de cerca algunos de los momentos más luminosos y algunos de los más oscuros de la democracia estadounidense: desde la lucha por los derechos civiles en los años 60 hasta el auge del populismo autoritario en el presente. Y aun así, su fe en el derecho no ha desaparecido. “No siempre es fácil, hay periodos más difíciles que otros. Pero creo en la virtud del derecho, no solo en su forma concreta en un momento dado, sino en su nobleza”.
Esa “nobleza” a la que alude tiene cuatro pilares: la obligación de los jueces de justificar racionalmente sus decisiones; la transparencia de sus procesos; el rigor con el que deben examinar los hechos; y la aspiración a la imparcialidad. Esos elementos no garantizan por sí mismos la justicia, pero constituyen, para Fiss, nuestra mejor oportunidad de alcanzarla. “Cuando me pregunto a qué institución acudir en momentos de crisis, siempre vuelvo a los tribunales”, explica. Es la misma convicción que sostuvo Thurgood Marshall, su mentor y héroe personal, cuando desafió el racismo estructural desde las cortes: la convicción de que, pese a sus límites y contradicciones, el derecho puede ser un instrumento de transformación democrática.
La imagen de la Casa Blanca en ruinas y el contexto podrían hacernos pensar que todo está perdido, pero Owen Fiss nos recuerda algo más importante: si la ley fue capaz alguna vez de derribar sistemas injustos como ocurrió con Brown v. Board of Education, también puede hacerlo de nuevo. No se trata de una fe ingenua, sino de una apuesta racional: defender el derecho para que éste pueda defendernos a nosotros.

