El viernes pasado se llevó a cabo una marcha en la Ciudad de México en contra de la gentrificación. Sin duda, se trata de un asunto de gran relevancia para nuestra ciudad, pues evidencia la profunda desigualdad y el desplazamiento que han sufrido muchas y muchos chilangos en los últimos años.

Sin embargo, no pude evitar detenerme en la narrativa y las consignas que algunas personas manifestantes utilizaron durante la marcha: “Fuera gringo”, “Gringo, vete a tu país”, “En México se habla español”, “No voy a hablar en inglés para complacerte”. Me sorprendió que se recurriera a este tipo de discurso precisamente en el contexto actual. Este año hemos sido testigos de las políticas implacables e inhumanas del presidente Donald Trump en contra de personas migrantes mexicanas y latinoamericanas. Las frases antes citadas son las mismas que, en Estados Unidos, se utilizan para agredir a quienes cruzan la frontera en busca de mejores condiciones de vida.

Entre consigna y consigna, se evidenció la xenofobia, el odio y el rechazo. La gentrificación es, sin duda, un problema grave que requiere atención y movilización. No obstante, creo firmemente que atacar a estadounidenses —o a cualquier otra nacionalidad— no es una solución legítima ni ética. A veces pareciera que olvidamos la discriminación y las violaciones a derechos humanos que muchas personas mexicanas viven día a día en Estados Unidos.

Solo la semana pasada, la Corte Suprema de Estados Unidos autorizó al presidente Donald Trump a deportar a ocho personas, entre ellas un ciudadano mexicano, a Sudán del Sur. En palabras de la ministra Sonia Sotomayor: “Lo que el gobierno quiere hacer, concretamente… es enviar a los ocho no ciudadanos que expulsó ilegalmente de Estados Unidos desde Yibuti a Sudán del Sur, donde serán entregados a las autoridades locales sin tomar en cuenta la probabilidad de que enfrenten tortura o la muerte”.

Además, este lunes comenzaron a llegar las primeras personas migrantes detenidas a Alligator Alcatraz, una prisión de máxima seguridad construida en medio de un pantano habitado por serpientes y cocodrilos. La apertura del sitio ha generado polémica entre organizaciones civiles, expertos ambientales y legisladores debido a sus condiciones extremas y su fuerte carga simbólica. Esta cárcel fue edificada en apenas dos semanas, con estructuras de madera, sin aire acondicionado, y ya ha sufrido inundaciones a causa del clima de la zona.

Por si fuera poco, la semana pasada se aprobó la llamada “Grande y Hermosa Ley”de Donald Trump. Entre sus disposiciones, se impone una nueva tarifa para quienes deseen iniciar el trámite de solicitud de asilo en Estados Unidos: a partir de 100 dólares. El precio podría aumentar dependiendo de la autoridad migratoria que reciba el caso. Por primera vez en la historia de ese país, el derecho —y conviene subrayar que es un derecho— a solicitar asilo tendrá un costo económico. Pedir asilo no es un privilegio: es un acto humanitario y una garantía básica para proteger a las personas más vulnerables que huyen de la violencia y de condiciones de pobreza extrema.

Como advertí al inicio de la administración de Donald Trump, vivimos una época en la que las leyes y la política migratoria están en constante transformación. Estos tres ejemplos ilustran lo que hoy enfrentan las personas migrantes mexicanas y latinoamericanas en Estados Unidos. La gentrificación, ciertamente, es un fenómeno que debe combatirse desde múltiples frentes. Pero estoy convencido de que el odio, la discriminación y la xenofobia no pueden —ni deben— ser uno de ellos.

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