Este lunes, la Corte Suprema de Estados Unidos inició su periodo anual de sesiones, después de unas vacaciones marcadas por una intensa actividad en el llamado shadow docket —el mecanismo de decisiones de emergencia— que dejó grandes victorias para el presidente Donald Trump. Bajo este esquema, el presidente obtuvo nueve triunfos temporales relacionados con sus políticas migratorias y con su poder para despedir a servidores públicos que encabezan agencias gubernamentales técnicas.

Cada año, las y los ministros de la Corte se reúnen a puerta cerrada, a finales de septiembre, para seleccionar los casos que resolverán durante el ciclo. De alrededor de 7,000 solicitudes, apenas unos 80 asuntos son aceptados, además de que se requieren cuatro votos para incluirlos en la agenda. Este proceso me recuerda la teoría del sistema jurídico de Lawrence Friedman, según la cual el cambio legal es posible gracias a la interacción constante entre diversos actores e instituciones.

En primer lugar, los inputs representan las presiones, demandas y expectativas que la sociedad dirige a los tribunales. Podemos pensar, por ejemplo, en las organizaciones y abogados que impugnaron las políticas de Trump sobre la limitación del derecho a la ciudadanía por nacimiento; en la ACLU, que litigó en favor de que las personas trans pudieran acceder a servicios de salud; o en quienes presentaron demandas contra sus órdenes ejecutivas.

Después vienen los outputs: las respuestas de los tribunales frente a las exigencias ciudadanas. Aquí podemos recordar las suspensiones temporales que detuvieron deportaciones sin debido proceso o las sentencias de la Corte Suprema que negaron a las personas trans el acceso a servicios médicos.

Finalmente, está la retroalimentación: las decisiones judiciales regresan a la sociedad y producen nuevos efectos y reacciones. Así ocurrió cuando la Corte dictó que los tribunales federales no podían emitir suspensiones universales, salvo en casos de demandas colectivas. Ante ello, organizaciones y abogados respondieron justamente con acciones colectivas, lo que permitió detener varias de las políticas presidenciales más controvertidas.

Todo esto podría sugerir que el sistema jurídico funciona como una máquina armoniosa, capaz de procesar demandas y producir respuestas institucionales racionales. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el tribunal supremo no se interesa por las consecuencias sociales de sus decisiones? Hoy, Estados Unidos tiene una Corte Suprema que ha tomado decisiones radicales para transformar el derecho con muy poca o nula argumentación. Pareciera que, en lugar de atender las demandas ciudadanas, la Corte se ha inclinado a satisfacer las del presidente en turno.

La agenda de este año pondrá a prueba, una vez más, los límites al poder. El tribunal decidirá sobre la facultad del presidente para imponer aranceles a otros países; sobre si los congresos locales pueden violar la Voting Rights Act al manipular distritos electorales; sobre la posibilidad de que el presidente destituya unilateralmente a los gobernadores de la Reserva Federal; y sobre restricciones a la participación de personas trans en competencias deportivas y a las mal llamadas “terapias de conversión”. Todo esto, sin contar las nuevas aplicaciones de emergencia que la administración de Trump podría presentar durante el periodo de sesiones.

Entonces, cabe preguntarse: ¿de qué sirve que la sociedad civil y los tribunales federales funcionen bajo la lógica del sistema jurídico —presentando demandas, emitiendo sentencias y actuando como un bloque de contención ante los abusos del poder— si la Corte Suprema está dispuesta a derribar precedentes y concederle al presidente todo lo que exige?

El contexto ofrece un panorama preocupante y desalentador para la Corte Suprema; sin embargo, no todo está perdido. El sistema jurídico tiene la capacidad de ser resiliente y la ciudadanía puede encontrar formas de responder a los retos que plantea las circunstancias actuales. Precisamente el caso de las demandas colectivas es un ejemplo de ello: hoy en día, gracias a ese mecanismo, aquella política se encuentra detenida.

Si los abogados, las organizaciones, la academia y los ciudadanos unen esfuerzos y encuentran maneras de contar las historias detrás de los casos, más personas podrán entender lo que está ocurriendo, empatizar con las causas y decidir actuar. Al final, el derecho encuentra su razón de ser en las interacciones humanas y el propósito de ese sistema de inputs y outputs es precisamente atender las necesidades y realidades de las personas.

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