Anthony Kennedy, uno de los ministros más influyentes de la Corte Suprema de Estados Unidos en las últimas décadas, sostenía que el poder y el prestigio de un tribunal se sostienen o se derrumban en función del respeto que generan sus sentencias. Para Kennedy, los tribunales deben decidir con coherencia, lógica, fuerza intelectual, sentido común y justicia. Todos estos elementos parecen la fórmula perfecta para una buena decisión judicial.

Pero ¿qué ocurre cuando el contexto y las circunstancias no permiten a las personas juzgadoras integrar todos estos ingredientes en una sola resolución? ¿Qué pasa cuando se ven obligadas a evadir ciertos principios o a añadir otros con los que, quizá, no están de acuerdo?

Si 2025 nos ha dejado una lección clara es que la independencia judicial es esencial para el funcionamiento adecuado de cualquier tribunal constitucional, y que este principio puede ser destruido no solo por ataques que provienen desde dentro, sino también por amenazas externas.

Desde el regreso de Donald Trump al poder, juezas y jueces en Estados Unidos y más allá de sus fronteras enfrentan ataques que rebasan el ámbito profesional y ponen en riesgo sus vidas y las de sus familias. A lo largo del año comenzaron a reportarse pizzas entregadas a altas horas de la noche en los domicilios de jueces federales de todo el país. No eran pedidos al azar: estaban dirigidos a juzgadores que habían bloqueado políticas del presidente Trump y aparecían a nombre de Daniel Anderl, el hijo de la jueza Esther Salas, asesinado en su propia casa por un exabogado inconforme con una de sus sentencias. El mensaje era inequívoco: sabemos dónde vives tú y tus hijos; cuidado con cómo decides.

La fuerza de estas amenazas no se detuvo en las fronteras estadounidenses. El gobierno norteamericano ha impuesto sanciones a jueces de tribunales supremos de otros países y a integrantes de cortes internacionales como mecanismo de intimidación y castigo por sus decisiones. El caso más visible fue el de Alexandre de Moraes, ministro del Supremo Tribunal Federal de Brasil, sancionado bajo el argumento de haber “autorizado detenciones arbitrarias y suprimido la libertad de expresión”. De Moraes, sin embargo, ha sido una figura clave en el combate a la desinformación digital durante los recientes procesos electorales brasileños.

Otro ejemplo aún más preocupante son las sanciones impuestas a ocho jueces y tres fiscales del Tribunal Penal Internacional, de distintas nacionalidades, por investigar posibles crímenes cometidos por los gobiernos de Israel y Afganistán. Todo comenzó tras la emisión de órdenes de aprehensión contra funcionarios israelíes y la apertura de investigaciones sobre agentes de la CIA. Las sanciones, además, se extendieron a cualquier ciudadano estadounidense que colabore de alguna forma con el Tribunal.

En México, por su parte, fuimos testigos de un hecho inédito: la elección por voto popular de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Este proceso implicó también la creación de un nuevo Tribunal de Disciplina Judicial y de un Órgano de Administración Judicial. En total, se eligieron 881 cargos, redefiniendo de manera profunda la arquitectura del Poder Judicial y su funcionamiento.

Pero los desafíos actuales de los tribunales no se limitan a las presiones políticas o institucionales. La tecnología y el desarrollo acelerado de la inteligencia artificial han abierto un nuevo frente de preocupación. No es casual que Margaret Satterthwaite, relatora especial de la ONU sobre la independencia de magistrados y abogados, haya dedicado un informe completo al uso de la inteligencia artificial en los tribunales del mundo, advirtiendo que “el poder judicial debe asumir la responsabilidad por cualquier innovación que pueda afectar la toma de decisiones judiciales”. Un ejemplo claro de estos riesgos se presentó este año en Colombia, cuando la Corte Suprema anuló la sentencia de un tribunal inferior que había citado jurisprudencia inexistente, generada por una plataforma de inteligencia artificial.

Si buscamos un ejemplo de esperanza y resiliencia institucional, Polonia ofrece una historia distinta. El gobierno encabezado por Donald Tusk continúa enfrentando las reformas constitucionales que durante años socavaron la independencia judicial. Se han aprobado leyes tras consultas públicas amplias, se han levantado sanciones impuestas por la Unión Europea y se ha puesto fin a la mayoría de los procesos disciplinarios contra jueces disidentes. Paralelamente, avanzan mecanismos de rendición de cuentas contra quienes participaron en campañas de hostigamiento.

Uno de los mayores retos sigue siendo el Tribunal Constitucional. En palabras del ministro de Justicia, Adam Bodnar: “Hoy no tenemos realmente un Tribunal Constitucional, solo una fachada. El Parlamento aprobó una resolución declarando que ha perdido su capacidad para cumplir funciones constitucionales”. El gobierno, asegura Bodnar, espera pronto poder renovar su composición y devolverle legitimidad y credibilidad.

No debemos perder de vista que, aunque todos estos episodios giran en torno a jueces y tribunales, su impacto final recae en la vida de las personas. La ciudadanía confía en las instituciones de justicia para resolver sus conflictos; confía en que quienes deciden cuentan con el conocimiento, la experiencia y el criterio necesarios para impartir justicia.

Pero ¿qué sucede cuando no existen las condiciones mínimas para que juezas y jueces resuelvan con imparcialidad, libertad e independencia? ¿Qué decisión toma una jueza que sabe que una sentencia puede poner en peligro a su familia? ¿Cómo decide un juez que enfrenta posibles represalias económicas por resolver un caso vinculado con los aliados ideológicos de Trump?

Hoy más que nunca, la abogacía tiene la responsabilidad de transmitir a la ciudadanía la importancia de contar con tribunales verdaderamente independientes. Es una tarea que también nos corresponde como sociedad: votar con responsabilidad y exigir que quienes gobiernan ejerzan su cargo con respeto a las instituciones y poderes. Cuando la ciudadanía vuelva la mirada hacia su poder judicial, ¿lo hará desde la condena y el pesimismo, o desde la aceptación e incluso la admiración? La respuesta, inevitablemente, depende del trabajo que hagamos todas y todos.

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