El miércoles pasado, un comité integrado por legisladores demócratas publicó una serie de correos electrónicos que confirman la cercanía entre el presidente Donald Trump y Jeffrey Epstein, el empresario implicado en una red de trata de personas y abuso sexual de menores.

En uno de los correos más reveladores, Epstein le escribe a su principal cómplice, Ghislaine Maxwell, que “Trump es el perro que no ha ladrado”, sugiriendo que el presidente sabía de los crímenes de Epstein y decidió guardar silencio. En otra cadena, Epstein incluso solicita consejos al periodista Michael Wolff para manejar la campaña de Trump en 2016.

Este intercambio de correspondencias refuerza lo que muchos sospechaban: Trump mintió repetidamente al afirmar que no tenía relación alguna con Epstein. Y, aunque esto ya es sumamente grave y los demócratas sin duda deberán exigir rendición de cuentas, los correos exponen también el papel de Maxwell y del Fiscal General Adjunto, Todd Blanche.

Este verano, Maxwell testificó ante Blanche en un intento evidente por exonerar a Trump de cualquier vínculo con Epstein. Negó conocerlo más allá de lo superficial y, curiosamente, una semana después fue trasladada a una prisión de menor seguridad donde disfruta de privilegios extraordinarios: comidas personalizadas, sesiones de juego con cachorros, papel higiénico ilimitado, acceso especial a visitantes y computadoras. Todo ello autorizado por la administración Trump. El arreglo era un quid pro quo: Maxwell limpiaba la imagen del presidente y, a cambio, recibía beneficios inusuales. La entrevista fue incluso publicada por el propio Departamento de Justicia.

Sin embargo, toda esa estrategia se vino abajo con los correos recién divulgados. Y aquí debemos centrar la atención en Blanche, quien antes de ocupar uno de los cargos más importantes en el gobierno federal, fue abogado personal de Trump. Pero cuando uno es Fiscal General Adjunto, el cliente no es el presidente: es la ciudadanía estadounidense. Y ésta espera, con gran razón, que quienes ocupan ese cargo se adhieran a los más altos estándares éticos. Esa expectativa quedó hecha trizas tras las revelaciones de la semana pasada.

Por si fuera poco, hace un par de semanas Blanche pronunció un discurso en la gala de la Federalist Society, una de las organizaciones conservadoras más influyentes en el ámbito jurídico estadounidense. Allí arremetió contra las denuncias éticas que las barras estatales han presentado contra funcionarios de la administración Trump. Afirmó abiertamente que el gobierno está en “guerra” contra los “jueces liberales activistas”; esto es, contra todos aquellos que han emitido sentencias que bloquean políticas presidenciales. Sus palabras revelan una visión sumamente peligrosa: la idea de que Trump puede desobedecer la ley porque encarna —según él— la voluntad del pueblo. Bajo esa lógica, cualquiera que se interponga en su camino merece ser castigado por “traicionar” al Estado, como si Trump fuera el Estado mismo.

La Barra de Abogacía de Nueva York respondió de inmediato, recordando que cualquier abogado que abandone el juramento que hizo a la Constitución o que manipule deliberadamente los hechos o la ley ante un tribunal, es sujeto de disciplina, incluso si trabaja para el gobierno. Además, la barra reiteró un principio fundamental: el Poder Judicial es un poder coigual del Estado, no una instancia menor que deba ser tratada con desdén ni un obstáculo irritante para la voluntad del Ejecutivo.

Es momento de que Blanche y sus colegas en el Departamento de Justicia recuerden quiénes son realmente sus clientes y dejen de actuar como cómplices de las arbitrariedades y manipulaciones del presidente. Afortunadamente —y a diferencia de lo que ocurre en México— en Estados Unidos existen barras de abogacía que sí funcionan. Trump podrá proteger a sus aliados desde el poder, pero las barras pueden disciplinarlos y retirarles la licencia para ejercer su profesión. Esto es algo que Blanche haría bien en no olvidar.

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