México vive una paradoja fundamental: nunca habíamos condenado tanto la violencia y nunca habíamos experimentado niveles tan sostenidos de ella. Las redes sociales hierven con consignas, los políticos compiten por demostrar quién repudia con mayor vehemencia el crimen y los discursos oficiales tejen narrativas donde todos somos, al menos retóricamente, guardianes de la paz y la legalidad. Sin embargo, los cuerpos sin vida siguen apareciendo. Las fosas clandestinas continúan multiplicándose. Los desplazamientos forzados siguen vaciando comunidades enteras. La extorsión no cesa de asfixiar al comercio. Y en medio de este paisaje de devastación, lo que parece importar cada vez más no es la realidad de la violencia, sino la gestión de cómo se percibe.

Lo que estamos presenciando es la consolidación de una “verdad” que, sin necesidad de corresponderse con lo real, unifica el sentimiento de las masas. Una verdad que funciona como dispositivo de cohesión emocional, donde el acto demagógico de “condenar” [crímenes] se ha convertido en la consumación misma de lo políticamente correcto. En este esquema, todos pueden ser buenas personas [y un gran gobierno], de gran calidad moral, sin necesidad de serlo efectivamente. Basta con pronunciar las palabras correctas, compartir el hashtag apropiado, manifestar la indignación esperada. La simulación de la virtud sustituye su ejercicio.

Esta mecánica no es exclusiva de México, pero aquí ha encontrado un terreno particularmente fértil. Nuestras instituciones llevan décadas demostrando su incapacidad para procesar el conflicto social, para administrar justicia, para garantizar seguridad; el recurso de la indignación cuasi poética se ha convertido en el último refugio de una clase política que ha renunciado a las soluciones estructurales. Condenar es más fácil que investigar. Lamentarse es menos costoso que prevenir. Declarar tolerancia cero requiere menos capacidad estatal que construir un sistema de justicia funcional.

Pero debajo de esta superficie de corrección retórica, la realidad es mucho más sombría. El aparato político mexicano no solamente es ineficaz: está corroído desde adentro. Y esa corrosión ha llegado a un punto crítico donde empresarios y regiones enteras se encuentran en el límite de lo tolerable. No se trata ya de zonas marginales o de territorios periféricos que el Estado nunca controló efectivamente. Hablamos de corredores industriales, de polos turísticos, de ciudades que alguna vez fueron símbolos de prosperidad, ahora convertidos en espacios donde la lógica del crimen organizado determina quién puede operar y bajo qué condiciones.

La corrosión no es metafórica. Es la policía municipal que trabaja para el cártel. Es el alcalde que negocia la paz social entregando el monopolio de ciertos negocios ilícitos. Es el gobernador que mira hacia otro lado mientras las organizaciones criminales establecen sistemas de cobro paralelos al Estado. Es el funcionario federal que ajusta sus operativos según conveniencias que nada tienen que ver con la ley. Esta descomposición no ocurre en abstracto: tiene nombres, apellidos, partidos, administraciones.

Lo extraordinario es que este deterioro ocurre mientras el discurso oficial insiste en la narrativa del progreso moral, de la cuarta transformación, de la superioridad ética del actual proyecto político. Es como si existieran dos países paralelos: uno en el que se pronuncian discursos mañaneros sobre bienestar y humanismo; otro en el que empresarios medianos calculan cuánto deben pagar a la organización criminal local para que no incendien sus instalaciones. Uno donde se habla de abrazos y no balazos; otro donde los balazos son la lengua franca de territorios completos.

Los empresarios, durante mucho tiempo, mantuvieron un silencio prudente. Calcularon que era mejor adaptarse, negociar en privado, absorber los costos extraordinarios de seguridad, pagar las cuotas extraoficiales. Pero ese modelo ha comenzado a mostrar sus límites. La extorsión ya no es excepcional: es sistemática. Ya no afecta solo a ciertos sectores: se ha generalizado. Y lo más grave: la capacidad del Estado para ofrecer aunque sea la ilusión de protección se ha evaporado. Cuando un empresario descubre que la autoridad no solamente no puede protegerlo, sino que en ocasiones es cómplice de quien lo amenaza, el contrato social se rompe de manera irreparable.

Las regiones también han alcanzado su punto de saturación. Michoacán, Guerrero, partes de Chiapas, de Zacatecas, de Guanajuato, Baja California: estos no son simples nombres en un mapa de violencia. Son territorios donde la vida cotidiana transcurre bajo reglas que el Estado mexicano no escribió ni controla. Son espacios donde las familias toman decisiones vitales [a qué escuela enviar a los hijos, qué carretera usar, a qué hora salir de casa] en función de geografías criminales que el gobierno prefiere no reconocer oficialmente.

Y es en este contexto de colapso institucional donde asistimos a uno de los ejercicios más reveladores de la política mexicana contemporánea: el uso instrumental del pasado como escudo para proteger los fallos del presente. El expresidente Felipe Calderón se ha convertido en la figura emblemática de esta estrategia. No importa cuántos años pasen desde que dejó la presidencia: su sexenio continúa siendo invocado como la explicación última de cada nuevo horror, como si la violencia actual fuera el eco tardío de decisiones tomadas hace casi dos décadas.

La táctica es transparente pero efectiva. Cada vez que aparece una fosa clandestina, se recuerda la guerra de Calderón [que de guerra tampoco tuvo nada y los medios de comunicación suman a esta estupidez conceptual. Fue una estrategia de seguridad para pacificar al país, si queremos mal ejecutada, no así una guerra]. Cada vez que un cártel comete una masacre, se alude a la militarización que él inició. Cada vez que la cifra de desaparecidos alcanza un nuevo récord, se señala que el origen de esta tragedia está en diciembre de 2006. La operación retórica es clara: convertir a Calderón no en uno de los responsables de la crisis de seguridad, sino en el responsable. De este modo, cada fracaso subsecuente queda explicado, justificado, casi exonerado.

Lo notable de esta estrategia es su capacidad para generar una suerte de bula histórica. Si Calderón es culpable de todo, entonces nadie más necesita rendir cuentas por nada. Los miles de muertos de su sexenio se convierten en la explicación suficiente para los más de 200,000 muertos que le han seguido. La descomposición institucional que él profundizó sirve de excusa para la descomposición que otros han tolerado o incluso incentivado [el sexenio pasado fue de inacción]. El pasado se convierte en un dispositivo de exculpación permanente del presente.

Pero seamos precisos: reconocer que esta táctica es manipuladora no implica absolver a Calderón. Su decisión de lanzar una ofensiva militar contra el crimen organizado sin haber construido previamente las capacidades institucionales para sostenerla fue, en el mejor de los casos, temeraria; en el peor, criminal por desarticulada. Su gobierno fracturó organizaciones criminales sin capacidad para desarticular las que surgieron de esas fracturas, multiplicando los actores violentos sin reducir la violencia. Pero, dicho sea de paso, no fue Calderón el que consumó la militarización del país, sino Andrés Manuel López Obrador.

El problema es que usar a Felipe Calderón como chivo expiatorio perpetuo impide hacer el diagnóstico honesto que México necesita. La violencia que vivimos no es solo el producto de una mala decisión tomada en 2006. Es el resultado de décadas de construcción institucional fallida, de pactos de impunidad renovados sexenio tras sexenio, de una clase política que ha preferido administrar el crimen en lugar de combatirlo, de élites económicas que han encontrado más rentable la economía informal y criminal que la economía legal y transparente.

México no llegó a este punto por accidente. Llegó aquí porque durante décadas construyó [o más bien, dejó de construir] instituciones diseñadas para fallar. Un Ministerio Público con tasas de impunidad superiores al 95%. Policías locales y estatales sin recursos, sin capacitación, sin depuración, pero con amplio acceso a las oportunidades de corrupción que ofrece el crimen organizado. Un sistema penitenciario donde los reclusorios funcionan como centros de operaciones criminales. Un poder judicial sobresaturado, penetrado, sin capacidad para procesar más que una fracción mínima de los delitos que se cometen.

Pero hay algo más perturbador. La clase política mexicana ha desarrollado una relación peculiar con el crimen organizado. No es una relación de confrontación, como sugieren los discursos oficiales, ni de colaboración abierta, como sugieren las teorías más conspirativas. Es una relación de coexistencia funcional. Hace algunos meses se me cuestionó por estas aseveraciones a luces tácitas que hoy el gobierno de Estados Unidos corrobora y desea combatir. Sí, el crimen organizado controla territorios y economías; la clase política controla los símbolos y el discurso. Mientras esta división de poderes se mantenga, el sistema puede funcionar. El problema surge cuando el crimen comienza a reclamar no solo el control territorial sino también el control simbólico, cuando las narcomantas se convierten en comunicados de gobierno paralelo [comunicación política en su máximo esplendor], cuando los grupos criminales comienzan a proveer servicios que el Estado ha dejado de ofrecer.

En este contexto, la violencia no es una anomalía del sistema: es uno de sus modos de funcionamiento. Es el lenguaje a través del cual se negocian territorios, se establecen monopolios, se dirimen disputas que el Estado ya no tiene capacidad de arbitrar. La violencia no es el enemigo del orden político mexicano: es parte de su estructura.

Y aquí regresamos al punto de partida: la primacía de la condena sobre la acción. En nuestro sistema donde la violencia es estructural, donde las instituciones están diseñadas para la simulación antes que para la efectividad, el acto de “condenar” se convierte en el sucedáneo perfecto de la política. No requiere presupuesto. No exige coordinación interinstitucional. No implica riesgos políticos. Basta con la declaración correcta en el momento adecuado.

Observemos el patrón: ocurre una masacre, un secuestro múltiple, una desaparición que logra capturar la atención mediática. Inmediatamente se activa el protocolo: el gobernador condena, el presidente condena, los partidos de oposición condenan, las organizaciones civiles condenan, los ciudadanos en redes sociales condenan. Todos condenamos. Y en ese acto colectivo de condena, algo extraño sucede: la masacre se convierte en un evento del pasado, algo ya procesado socialmente, algo sobre lo cual ya se tomó una postura. La “condena” funciona como clausura, no como apertura. No hay nada, excepto la condena. Y luego, el olvido. Hasta la próxima masacre.

Pero todo sistema de simulación tiene un límite. Y México está aproximándose a ese límite. El límite también se manifiesta en la creciente desconexión entre el discurso oficial y la experiencia vivida. Cuando el gobierno insiste en que hay una estrategia de seguridad mientras los ciudadanos deben pagar por protección privada. Cuando se habla de recuperación de la paz mientras las autodefensas resurgen porque la población ha perdido toda esperanza en que el Estado pueda protegerla. Cuando se presumen cifras de bienestar mientras regiones completas se vacían debido al desplazamiento forzado.

La “verdad” que unifica el sentimiento de las masas puede funcionar durante un tiempo, especialmente cuando está respaldada por aparatos de comunicación eficientes y por la genuina necesidad de la gente de creer que las cosas mejorarán. Pero cuando la brecha entre esa verdad construida y la realidad experimentada se vuelve demasiado amplia, algo se rompe. Y lo que se rompe no es solo la credibilidad de un gobierno o de un partido: es la credibilidad de todo el sistema político.

La pregunta entonces no es si México puede seguir así [claramente no puede] sino cuánto tiempo más lo hará y qué quedará cuando el modelo finalmente colapse. Porque estamos ante un sistema político que ha perfeccionado el arte de la simulación pero que ha olvidado cómo ejercer el poder efectivo. Un sistema que sabe condenar pero no sabe investigar. Que sabe prometer pero no sabe cumplir. Que sabe administrar símbolos pero no sabe construir instituciones. Que sabe de endeudamientos en aras del bien común que derivará en endogamia económica. Salir de esta trampa requiere algo más que nuevas estrategias o diferentes funcionarios. Requeriría reconocer que el problema no es solo la violencia sino la relación que hemos establecido con ella. Que no se trata únicamente de combatir al crimen organizado sino de desmantelar las estructuras de impunidad que lo hacen posible. Que no basta con cambiar de narrativa, sino que es necesario cambiar de realidad.

Esto implicaría, en primer lugar, abandonar la comodidad de la “condena” solo lírica y asumir “la incomodidad de la rendición de cuentas”. Significa que los funcionarios que han fracasado en garantizar seguridad deberían enfrentar consecuencias reales, no solo declaraciones de solidaridad. Que los presupuestos de seguridad deberían estar atados a resultados verificables, no a discursos sobre intenciones. Que la sociedad debería exigir no solo que se condene la violencia, sino que se castigue a quienes la perpetran y a quienes la posibilitan desde el poder.

En segundo lugar, requeriría dejar de usar el pasado como coartada. Sí, Felipe Calderón tomó decisiones desastrosas. Sí, su guerra dejó decenas de miles de muertos. Pero también es cierto que cada gobierno subsecuente ha tenido la oportunidad de corregir el rumbo y ha optado por mantenerlo [Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador], agravarlo o simplemente ignorarlo. La violencia de hoy no es solo herencia: es también producción activa del presente. Y mientras no reconozcamos esto, seguiremos atrapados en un ciclo donde cada sexenio culpa al anterior mientras prepara las condiciones para que el siguiente lo culpe a él.

Finalmente, y quizá más importante, requeriría reconstruir la distinción entre lo que se dice y lo que se hace, entre la virtud proclamada y la virtud ejercida. En nuestra sociedad en la que ser una buena persona se reduce a condenar públicamente las cosas correctas, nadie necesita actuar de manera diferente en privado. El empresario puede seguir pagando cuotas al crimen organizado siempre que condene la extorsión en abstracto. El político puede seguir pactando con estructuras criminales siempre que denuncie el narcotráfico en sus discursos. El ciudadano puede seguir tolerando la ilegalidad en su beneficio personal siempre que se indigne ante las noticias de violencia.

México no necesita más condenas. Tiene suficientes. Lo que necesita es justicia. No más discursos sobre paz: necesita instituciones capaces de imponerla. No más lamentos sobre las víctimas: necesita investigaciones que identifiquen a los victimarios. No más narrativas sobre transformación: necesita evidencia de cambio. Porque, al final, la violencia que destruye a México no es solo la de los cárteles. Es también la violencia de la simulación institucional, de la mentira sistemática, de la impunidad garantizada. Es la violencia de un sistema político que ha aprendido a hablar de paz mientras administra tragedias, a proclamar justicia mientras garantiza la impunidad, a prometer seguridad mientras preside la devastación.

Y mientras esa otra violencia [la violencia de la simulación] continúe, todas las condenas del mundo no harán más que confirmar lo que ya sabemos: que nos hemos vuelto muy buenos para sentir indignación, pero que hemos olvidado cómo convertirla en transformación. Que preferimos la comodidad de parecer buenas personas a la incomodidad de serlo efectivamente. Y que, en esa preferencia, hemos extraviado no solo la posibilidad de resolver la crisis, sino incluso la capacidad de nombrarla con honestidad.

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