Hace un par de años comenté que, gustara o no, la figura del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador marcó un nuevo paradigma en la vida política y cultural de México. Su liderazgo gestó un cambio en el discurso, las dinámicas del poder y el comportamiento de los nuevos actores políticos que, a mi juicio, no estuvieron a la altura del cambio histórico e intelectual que prometía este “nuevo” país. Jugando un poco al abogado del diablo, podría decirse que la reconfiguración de México hacia la modernidad tras la Revolución del siglo XX ocurrió en términos similares. Sin embargo, de aquella gesta surgieron héroes de facto, figuras icónicas que hoy brillan por su ausencia en la transformación del siglo XXI, dejándonos una experiencia incompleta, casi bastarda, de la reconfiguración patriótica del país. Si a Doroteo Arango se le celebró por su valentía y sus acciones en defensa de los desposeídos, en el contexto actual no se glorifica a ningún pseudo-héroe de esta transformación por actos de corrupción. Es importante, claro, guardar las proporciones.
En 2011, cuando fui alumno de David Hare en Londres, el dramaturgo explicó que escribió “The Power of Yes” para analizar y exponer ante la sociedad británica la debacle económica de la primera década del siglo XXI. Más recientemente, en una charla magistral, el filósofo estadounidense Cornel West señaló que Eugene O’Neill, con su obra “The Iceman Cometh”, logró explicar a través del teatro la tensión entre la ilusión y la desesperación que vivía la sociedad tras la Gran Depresión y el inicio de la Segunda Guerra Mundial. ¿Y nosotros? Hoy, el aparato cultural de México parece inhibir la creación de una obra que, al estilo de O’Neill, nos permita reflexionar sobre nuestra propia realidad y los desafíos de esta transformación.
Siete años después de que Andrés Manuel López Obrador prometiera la “Cuarta Transformación”, México navega en aguas paradójicas. El país refleja simultáneamente un Estado benefactor renovado y las sombras de un poder cada vez más concentrado. La ironía es evidente: un movimiento que surgió criticando al viejo régimen ha replicado, con sorprendente fidelidad, sus estructuras de control hegemónico. Morena no solo gobierna, sino que domina. Con la presidencia, ambas cámaras del Congreso, 24 gubernaturas y, desde 2025, un poder judicial sujeto a elección popular, el partido ha consolidado un sistema de partido hegemónico que parecía impensable en la era democrática. Este autoritarismo competitivo, vestido de legitimidad popular y retórica transformadora, plantea una contradicción inquietante.
Sin embargo, los actores políticos de este movimiento carecen del aparato crítico e intelectual necesario para sustentar su proyecto, más allá de consignas vacías. Esta carencia es frustrante: al no articular ideas sólidas ni consolidar un idealismo hegemónico, la narrativa gubernamental queda plagada de vacíos. Faltan ideólogos; la mera apologética no basta, especialmente cuando la pobreza persiste a la sombra de quienes acumulan riqueza.
La reforma judicial, por su parte, representa el golpe maestro de esta estrategia. Al someter a jueces y magistrados al voto popular, el gobierno no solo desmanteló el último bastión de contrapesos institucionales, sino que politizó irreversiblemente la administración de justicia. Con proporción, debemos reconocer que la división de poderes se ha convertido en una ficción constitucional, mientras el presidencialismo regresa triunfante bajo la bandera del populismo. Más allá del amarillismo estéril, interesa el diagnóstico: ¿hacia dónde va México? Con datos en mano, afirmo sin temor que el futuro del país dependerá de una nueva generación de técnicos [o como queramos llamarlos] capaces de impulsar una transformación armónica con las dinámicas económicas globales. No somos China, por favor no compremos esa nueva idea que ronda por la cabeza de algunos opinadores de izquierda que desean el control absoluto de la gente.
Por otra parte, la concentración política es el triunfo silencioso de Morena, pero la economía sigue siendo su talón de Aquiles más evidente. En 2025, México enfrenta la paradoja de un gobierno popular que preside la peor contracción económica en cinco años. Con un PIB estancado y proyecciones de crecimiento anémico hasta 2026, la desaceleración expone las contradicciones del modelo gobernante. La narrativa oficial proclama “humanizar” la economía, pero los datos cuentan otra historia: el estancamiento deshumaniza el bienestar económico. Mientras el gobierno celebra no haber aumentado impuestos ni los precios de la gasolina, la realidad fiscal revela el mayor déficit presupuestario en casi un cuarto de siglo. Es como vivir a crédito mientras se predica la austeridad. Sin embargo, ya no es momento de señalar a otros, pues esos “otros” son memoria desde hace casi siete años, y los verdaderos desafíos residen en las fallas del modelo actual.
Asimismo, la contradicción más profunda del modelo morenista radica en su economía “humanista”. Ha logrado expandir masivamente los programas sociales y reducir la desigualdad nominal, pero sin generar las condiciones productivas que hagan sostenible esta redistribución. Más del 70% de los hogares mexicanos recibe algún apoyo estatal, un dato que refleja tanto la eficacia redistributiva del gobierno como la persistente profundidad de la pobreza estructural. Los incrementos históricos al salario mínimo son innegables, pero la pobreza laboral afecta al 33.9% de la población, y la informalidad alcanza al 54.3% de la fuerza laboral. México redistribuye más, pero produce menos. Esta ecuación es insostenible a largo plazo: se puede ser generoso con recursos escasos, pero solo por un tiempo limitado. Nos encaminamos hacia una encrucijada económica.
Hay que remarcar que la participación laboral, estancada en un 59.2%, evidencia que México desaprovecha una parte significativa de su potencial productivo. Sin reformas estructurales que impulsen la productividad y formalicen el empleo, los programas sociales se reducen a paliativos que ocultan, pero no resuelven, las raíces de la desigualdad. Los servicios, que representan más del 60% del PIB, sostienen una economía que, de otro modo, colapsaría. Sin embargo, esta terciarización no refleja sofisticación económica, sino la incapacidad del país para consolidar sectores de alto valor agregado. El turismo, que debería ser un pilar económico, se ve minado por la violencia y el crimen. Destinos como Cancún o Acapulco han perdido su aura de bienestar para los visitantes, convirtiéndose en focos rojos que debilitan la posición de México en este sector.
Tras siete años de la estrategia “abrazos, no balazos”, México sigue atrapado en un conflicto interno. Con una tasa de 23.3 homicidios por cada 100,000 habitantes —propia de sociedades en guerra— y un 60% de la población que se siente insegura, la política de seguridad del gobierno es un rotundo fracaso. La Guardia Nacional, presentada como una solución innovadora contra el crimen organizado, se ha diluido en el complejo entramado de las fuerzas de seguridad mexicanas. Los programas sociales, promovidos como una respuesta estructural a la violencia, no han logrado frenar el reclutamiento criminal ni desmantelar las economías del narcotráfico.
Destaco el trabajo del secretario Omar García Harfuch, cuya labor merece reconocimiento, aunque debe ser más contundente. Comprendo el dilema político que enfrentan tanto él como la presidenta Sheinbaum, pero la historia nos enseña que incluso las cabezas que diseñan la guillotina pueden caer bajo su filo en aras de la paz y la fraternidad. La reforma judicial, por su parte, agrava la ya frágil administración de justicia.
La geografía económica de México refleja con precisión las prioridades políticas del gobierno. Los megaproyectos presidenciales —Tren Maya, refinería de Dos Bocas, aeropuerto de Tulum— impulsaron temporalmente las economías de Tabasco, Campeche y Quintana Roo, pero su conclusión en 2024 provocó caídas abruptas: -13.7%, -10.5% y -6.9%, respectivamente. Este federalismo clientelar premia la lealtad al poder central con inversiones masivas, mientras las regiones disidentes enfrentan abandono. Así, el desarrollo regional se convierte en una herramienta de control político, más que en una estrategia coherente de crecimiento territorial. Los gobernadores aprenden la lección: la lealtad al centro es recompensada; la disidencia, castigada.
México llega al final de la era de López Obrador transformado, pero no necesariamente fortalecido. La expansión sin precedentes de los programas sociales coexiste con la peor desaceleración económica en dos décadas. La reducción de la desigualdad convive con el estancamiento productivo. La popularidad del gobierno contrasta con una creciente concentración autoritaria del poder. El modelo morenista ha logrado algo notable: hacer popular el declive económico mediante la redistribución. Sin embargo, esta alquimia política tiene un límite. Sin crecimiento sostenible, reformas estructurales ni instituciones sólidas, México se encamina hacia una crisis que ningún programa social podrá evitar.
Los desafíos para el gobierno de Claudia Sheinbaum son colosales: reactivar el crecimiento sin comprometer la cohesión social, restaurar los contrapesos democráticos sin sacrificar la eficacia gubernamental y combatir la inseguridad sin militarizar la sociedad. El retorno gradual del ejército a los cuarteles, alejándolo de tareas administrativas, es una batalla que la presidenta libra con pasos cautelosos.
Urge que México despierte del espejismo del bienestar y construya bases sólidas para la prosperidad. Esto requiere reconocer que la justicia social y la eficiencia económica no son opuestas, sino complementarias, y que una democracia robusta no es un obstáculo, sino una condición esencial para el desarrollo. Aunque las elecciones de 2027 podrían significar la pérdida de algunos estados para Morena frente a la oposición, esto no debería temerse. Un ajuste de cuentas es necesario para renovar liderazgos, como ocurrió tras la Revolución del siglo XX, dando paso a nuevas generaciones que relevan a quienes ya se beneficiaron de la transformación por demás.
Empero, México enfrenta una encrucijada histórica. Puede seguir el camino del populismo redistributivo hasta agotar sus recursos fiscales y debilitar sus instituciones, o puede emprender una transformación genuina que concilie crecimiento con equidad, eficiencia con justicia y prosperidad con sostenibilidad. La próxima década determinará si el país supera las contradicciones del modelo morenista o sucumbe a sus propios espejismos. Lo que está en juego no es solo el bienestar económico, sino la viabilidad del proyecto democrático nacional. Si la impunidad es estructural, politizar la justicia equivale a institucionalizarla.
Hoy, el aparato de propaganda del Gobierno de México y de Morena es, francamente, deficiente. Más allá del número de voceros, el discurso carece de consistencia y cae en un maniqueísmo simplista. En apenas un sexenio, el gobierno ha llegado a un punto donde el “pueblo” empieza a murmurar: “este gobierno es igual a todos”. Aunque este argumento pueda tildarse de falaz, el dinero no compra lealtades cuando no alcanza para cubrir necesidades básicas, como un servicio médico digno. Un presupuesto que no resuelve problemas se convierte rápidamente en un enemigo. La renovación discursiva es urgente: si toda revolución se alimenta de señalar enemigos, ¿cómo reinventarla cuando el enemigo no está en las calles?
La narrativa debe ser asertiva, reconocer errores sin temor y transformarlos en fortalezas y sé que aquí escribo obviedades:
- México ha avanzado: el salario mínimo ha crecido y siete de cada diez familias reciben apoyos. Pero repartir no basta; hay que construir. La narrativa debe ser: “Gracias a ustedes, hemos reducido la desigualdad. Ahora, cada apoyo irá acompañado de empleos formales, escuelas de calidad y un futuro más sólido.”
- La economía, con un PIB estancado y un déficit histórico, exige honestidad: “Reconocemos que el crecimiento no ha sido suficiente. Nuestro plan es claro: más inversión en tecnología, empleos formales y un turismo seguro y competitivo.”
- En seguridad, con una tasa de 23.3 homicidios por cada 100,000 habitantes, el fracaso es innegable. La narrativa debe admitirlo: “No hemos avanzado lo suficiente, pero con inteligencia y determinación, estamos cambiando el rumbo.” Es crucial destacar los esfuerzos de Omar García Harfuch, mostrar resultados concretos —como la reducción de delitos en ciertas regiones— y comprometerse con una estrategia integral: más prevención, menos militarización y un combate frontal al crimen organizado.
- Sobre la democracia, la concentración de poder y la reforma judicial generan preocupación. El mensaje debe disipar temores: “Nuestra democracia es nuestra fuerza, no un obstáculo. La justicia será transparente, del pueblo y sin privilegios.” Es vital comunicar que los jueces serán elegidos por mérito y estarán sujetos a rendición de cuentas.
- México necesita sangre nueva, y la juventud debe liderar. El llamado es claro: “El futuro pertenece a los jóvenes. Con preparación y compromiso, guiarán la transformación.” Morena debe impulsar liderazgos jóvenes para respaldar este relato.
Pero hay temor en aceptar el error porque no se sabe capitalizarlo… reitero, no se necesitan más fanáticos en las entrañas del gobierno… que se vayan a la calle.
Finalizo con lo siguiente: no hay nada que defender ciegamente; ese es el gran error político de este gobierno. El camino es construir con visión de largo plazo, desterrando el fanatismo que todo lo corrompe. Los fanáticos solo buscan enemigos; los verdaderos líderes construyen puentes. México no puede permitirse más espejismos, es hora de forjar un proyecto nacional que una, inspire y trascienda. El futuro no espera, y la transformación verdadera comienza con la valentía de mirar hacia adelante, sin excusas ni complacencias.
Antes de cerrar este texto, leo una nota periodística que revela una decisión alarmante: Morena no expulsará de sus filas a Hernán Bermúdez, presunto líder del crimen organizado en Tabasco y otrora prófugo de la justicia, hasta que exista una sentencia firme en su contra. Aunque insisto en la importancia de reconocer y corregir los errores, cálculos políticos como este son imperdonables para la ciudadanía. Estas decisiones alimentan la percepción de que el partido en el poder, y por extensión el gobierno, mantiene vínculos con el crimen organizado. Los fanáticos podrán gritar “¡anatema!”, pero la realidad es clara: Morena debe limpiar su casa. Tolerar este tipo de ambigüedades no solo erosiona la confianza pública, sino que traiciona los principios de una transformación que se dice justa y popular. Y resaltemos: no tengo toda la información, no sé cuál es la estrategia. Pero esto solo genera odio latente y silencioso…