La Organización de las Naciones Unidas [ONU] emergió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial con una promesa grandiosa de libertad y orden; utilizo estos adjetivos porque nos fueron inculcados desde los primeros años escolares, cómo olvidarlos. La ONU era en menor medida una suerte de ente sagrado que todo lo podía, por lo menos en el imaginario infantil, entre las guerras que conocí a principios de los años 80. Este organismo tenía como tarea primordial forjar un mundo donde la diplomacia triunfara sobre la fuerza, donde los derechos humanos fueran universales y donde la cooperación internacional fuera la norma. Ocho décadas después, esa promesa devino en burocracia e ineficacia, en contradicciones y relevancia menguante.

La ONU no solo ha fracasado en cumplir su mandato fundamental, sino que se ha convertido en un obstáculo para el progreso genuino [me refiero a sus organismos internacionales como la OMS], atrapada en una retórica vacía que aliena tanto a ciudadanos como a gobiernos que buscan soluciones reales a problemas urgentes. A mi parecer, y sin lamentar la ofensa, este organismo internacional se convirtió en una antena del “wokismo” y la corrección política a ultranza, y en ese sentido falsea de raíz su labor diplomática hasta el grado de comportarse más como un partido político. La ONU al intentar unir y eliminar las barreras naturales de todas las culturas, genera un separatismo que juega en su contra.

Esta crisis no es meramente operativa; es existencial. La organización que una vez simbolizó la esperanza de la humanidad por un orden mundial más justo ahora representa todo lo contrario: un sistema paralizado por intereses geopolíticos, corrompido por escándalos recurrentes y secuestrado por una agenda ideológica que prioriza el discurso sobre la acción. La pregunta ya no es si la ONU puede reformarse, sino si el mundo puede permitirse mantener una institución cuya principal función parece ser perpetuar su propia irrelevancia; y ahora con el recorte económico de Estados Unidos a diversas instituciones de la Organización, se encuentran al borde de la quiebra no solo económica sino moral.

Los fracasos de la ONU no son aberraciones ocasionales, sino patrones sistemáticos que revelan defectos estructurales profundos. Los cascos azules, supuestos guardianes de la paz, han sido protagonistas de algunos de los escándalos más vergonzosos de las últimas décadas. En Haití, documentos oficiales revelan casos generalizados de explotación sexual por parte del personal de la ONU, una traición fundamental a los principios que la organización proclama defender. En Bosnia y Ruanda, la inacción del Organismo permitió genocidios que podrían haberse evitado con intervención oportuna y decidida. ¿y qué podemos decir hoy del conflicto entre Israel y Palestina?

Por otra parte, la Organización Mundial de la Salud, brazo sanitario de la ONU, demostró durante la pandemia de COVID-19 que incluso las crisis globales más evidentes pueden ser politizadas hasta la parálisis. Su retraso en declarar la emergencia sanitaria global, combinado con una deferencia sospechosa hacia China en los primeros meses críticos, erosionó la confianza pública precisamente cuando más se necesitaba liderazgo científico claro y objetivo. Por cierto, a la llegada de Donald Trump de nuevo al poder, Tedros Adhanom Ghebreyesus el Zar de la OMS, negó públicamente haber ordenado el encierro y diversas prácticas dictatoriales en contra de la libertad humana durante la pandemia, que el presidente estadounidense criticó.

Así también, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible representa quizás el ejemplo más flagrante de cómo la ONU ha sustituido la efectividad por la retórica grandilocuente. Adoptada con gran fanfarria en 2015, esta iniciativa prometía “transformar nuestro mundo” mediante 17 objetivos ambiciosos que abordarían desde la pobreza hasta el cambio climático y que potenció la castración de mujeres y hombres, niñas y niños, en aras de una libertad de género que potencio una crisis mental mundial. Conceptos como “igualdad de resultados” y “justicia social” se presentan aún como verdades universales incuestionables, mientras que cualquier crítica es desestimada como desinformación o extremismo. Esta aproximación dogmática ha alienado a amplios sectores de la población que perciben, correctamente, que se les está imponiendo una agenda política específica disfrazada de humanitarismo universal.

Una década después, los resultados hablan por sí mismos: según el propio informe de la ONU de 2024, solo el 17% de las metas están en camino de cumplirse para 2030. Este fracaso colosal no ha llevado a una reflexión institucional, sino a más retórica sobre la “urgente necesidad de acelerar el progreso”. Ahora el Organismo se plantea el 2045 como la meta para cumplir 56 acciones… que a nadie importa. Políticos, no para todos queridos, como Victoria Villarruel han señalado que los Objetivos de Desarrollo Sostenible funcionan como “dogmas” que limitan el debate legítimo y coartan la diversidad de enfoques para abordar problemas complejos… pensemos en el sentido más pedestre… si no compartimos el pensamiento políticamente correcto se nos puede llamar “nazistas”.

Vale la pena mencionar que el problema fundamental de la ONU trasciende sus fracasos operativos específicos, para revelarse como una crisis de legitimidad democrática. Su estructura de gobierno, dominada por un Consejo de Seguridad donde cinco potencias mantienen poder de veto absoluto, es un anacronismo que refleja el equilibrio de poder de 1945, no las realidades geopolíticas de 2025. Esta configuración hace que la ONU sea intrínsecamente antidemocrática: las decisiones más importantes del mundo son tomadas por un pequeño grupo de naciones cuyos intereses a menudo divergen radicalmente de los del resto de la humanidad.

Esta parálisis estructural se manifiesta dramáticamente en la incapacidad del Organismo para responder a conflictos contemporáneos. Mientras Ucrania y Rusia mantiene vivo su conflicto, Gaza se mantiene en vilo gracias a Israel y Sudán, por decir lo menos, mantiene viva su guerra civil, la ONU se limita a emitir declaraciones vacías que son ignoradas sistemáticamente por todos los actores relevantes. Como lo he dicho en otras ocasiones: nada más risible que “condenar [sin accionar]” las tragedias o acciones violentas entre estados. Las resoluciones de la ONU se han convertido en ejercicios de escritura creativa sin consecuencias reales.

La hipocresía institucional alcanzó niveles absurdos cuando la ONU, en el 2023, nombra a Irán, un régimen que ejecuta a manifestantes y oprime brutalmente a las mujeres, para presidir el Foro Social del Consejo de Derechos Humanos. Tales decisiones no son errores burocráticos, sino revelaciones de un sistema de valores profundamente distorsionado donde la apariencia de inclusividad importa más que la coherencia moral. ¿Cómo puede una organización que predica derechos humanos universales legitimar regímenes que los violan sistemáticamente?

La cuestión del sesgo sistemático en los informes y resoluciones de la ONU merece atención especial. La obsesión desproporcionada con Israel, mientras se ignoran sistemáticamente las violaciones de derechos humanos de regímenes autoritarios, no solo socava la credibilidad moral de la organización, sino que revela cómo los prejuicios políticos han corrompido incluso los mecanismos supuestamente técnicos de evaluación y reporte.

La persistencia de la ONU en su forma actual representa un costo de oportunidad gigantesco para la humanidad. Los recursos financieros, intelectuales y políticos invertidos en mantener esta arquitectura obsoleta podrían dirigirse hacia iniciativas que realmente aborden los problemas del siglo XXI. La pregunta ya no es si la ONU puede reformarse [décadas de intentos fallidos han demostrado que la reforma significativa es imposible dentro de sus estructuras actuales] sino cuánto tiempo más el mundo puede permitirse mantener la ficción de que esta institución sirve algún propósito útil.

Quizás sea momento de reconocer que la ONU ha cumplido su ciclo histórico y que su continuidad representa más un obstáculo que una ayuda para el progreso humano. Las instituciones, como los organismos, pueden volverse obsoletas cuando las condiciones que las crearon desaparecen. La ONU nació para un mundo bipolar de posguerra que ya no existe, quizá deba reconfigurar su existencia y renombrar la guerra… y generar escenario multipolares. Además, un diagnóstico interno encargado por António Guterres, Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas, ha expuesto una realidad preocupante: la gran mayoría de las publicaciones oficiales de la ONU carecen de audiencia. Este hallazgo pone en evidencia las profundas fallas de un aparato institucional que, tras ocho décadas de existencia, muestra señales de agotamiento burocrático. En 2023, la ONU generó 1.100 informes, cifra que representa un incremento del 20% respecto a los niveles de 1990. Sin embargo, el impacto de esta producción masiva es mínimo. Únicamente el 5% de los informes más exitosos logra superar las 5.500 descargas y el acto de descargar un documento no garantiza su lectura efectiva, en este sentido el organismo fracasa también como Think Tank.

Si la ONU se mantiene de cuotas de todos los Estados miembros, podemos entender por qué el organismo acciona como un censor terrible en contra de la humanidad… que aún tiene cierto renombre, el suficiente para manipularnos. Considero que António Guterres es un hipócrita [y brillante académico]… de extracción socialista y si algo nos enseña la historia es que personajes como este… tienden a la destrucción de instituciones… que vengan las críticas.

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