Hace un par de décadas, como lo he mencionado antes, trabajé en el DIF del estado de Baja California y me retiré de dicho proyecto porque jamás me pareció correcto que las víctimas infantiles pronto perdieran su nombre. El nombre de Irma Hernández Cruz debería resonar. Sin embargo, su historia se desvanece entre el ruido mediático, los comunicados oficiales vacíos de humanidad y una sociedad que, exhausta por el horror cotidiano, ha desarrollado una peligrosa inmunidad ante la tragedia ajena.
Irma no era simplemente una cifra más en las estadísticas que consumen los noticieros vespertinos. Era una mujer de 62 años que había dedicado décadas de su vida a la noble tarea de educar, moldeando mentes jóvenes en las aulas de Veracruz. Tras jubilarse, la cruda realidad económica la obligó a empuñar el volante de un taxi para complementar una pensión insuficiente, transformándose de maestra en trabajadora del volante por pura necesidad de supervivencia. El 18 de julio de 2025, en Álamo Temapache, Veracruz, la vida de Irma tomó un giro siniestro cuando fue secuestrada por miembros de la Mafia Veracruzana, también conocida como Grupo Sombra. Los criminales no se conformaron con arrebatarle la libertad; la sometieron a una humillación calculada, obligándola a grabar un video en el que, arrodillada y rodeada de hombres armados, transmitía un mensaje de terror dirigido a sus compañeros taxistas: debían pagar el “derecho de piso” o enfrentar consecuencias similares.
Cinco días después, el 23 de julio, su cuerpo sin vida fue encontrado en un rancho, portando las marcas de la violencia sufrida. Según la gobernadora Rocío Nahle, Irma murió de un infarto provocado por los traumas físicos y psicológicos padecidos durante su cautiverio. Esa explicación médica, tan fría como un diagnóstico clínico, no logra capturar la magnitud del horror que vivió la profesora. Pero la tragedia de Irma trasciende las circunstancias particulares de su muerte. Su historia es un espejo que refleja las múltiples crisis que aquejan a México: la precarización de la educación pública, el abandono de los maestros jubilados, la impunidad del crimen organizado y, quizás lo más doloroso, la normalización de la violencia en el tejido social.
Duele decirlo, pero Irma representa a miles de educadores que, después de una vida dedicada a formar ciudadanos, se ven obligados a buscar empleos adicionales porque sus pensiones no alcanzan para una vejez digna. Es el rostro de un sistema que glorifica retóricamente a los maestros, pero los abandona económicamente cuando más los necesitan. La respuesta oficial ante su asesinato siguió el guion predecible: comunicados de repudio, promesas de “cero impunidad2, anuncios de operativos especiales y la detención de tres presuntos responsables [Víctor Manuel “N”, José Eduardo “N” y Jeana Paola “N”]. Sin embargo, estas acciones, aunque necesarias, llegan envueltas en un discurso institucional que despoja a Irma de su humanidad, reduciéndola a un expediente más en el escritorio de un fiscal.
Lo que resulta profundamente perturbador no es solo la brutalidad del crimen, sino el silencio que lo envuelve. No el silencio literal [los medios han cubierto la noticia, las autoridades han emitido declaraciones], sino ese silencio más sutil y devastador: la ausencia de indignación sostenida, la falta de un clamor social que exija que el nombre de Irma se inscriba permanentemente en la memoria colectiva. ¿Por qué los nombres de las víctimas se desvanecen con tanta rapidez en nuestra sociedad? ¿Por qué permitimos que sus historias se conviertan en datos estadísticos, en números fríos que alimentan informes gubernamentales? La respuesta apunta hacia una
desensibilización progresiva que hemos desarrollado como mecanismo de defensa ante la violencia omnipresente.
Cuando una sociedad se acostumbra al horror, como lo menciona John Mearsheimer [lo escribí la semana pasada], cuando la violencia se normaliza hasta convertirse en paisaje cotidiano, los nombres individuales pierden relevancia. Las víctimas se transforman en categorías: “maestros asesinados”, “taxistas ejecutados”, “mujeres desaparecidas”. Esta despersonalización no es accidental; es funcional para un sistema que prefiere gestionar crisis que resolverlas, que encuentra más cómodo hablar de “estrategias integrales” que reconocer rostros específicos.
El caso de Irma evidencia también la sofisticación creciente del crimen organizado en México. La Mafia Veracruzana no solo extorsiona; produce contenido mediático para amplificar el terror. El video forzado de Irma no era solo un mensaje para los taxistas de Álamo Temapache; era una declaración pública de poder, una demostración de que pueden humillar, torturar y asesinar sin consecuencias significativas. Esta teatralización de la violencia revela una transformación alarmante en las dinámicas criminales. Los grupos delictivos ya no se conforman con operar en las sombras; buscan visibilidad, reconocimiento, convertirse en actores políticos que disputan el monopolio estatal de la violencia. Cuando obligan a una maestra jubilada a grabar un video de extorsión, están enviando múltiples mensajes: a los taxistas, al gobierno, a la sociedad en general… y lo que es peor: a los jóvenes aprendices de criminales.
La gobernadora Nahle, al describir la muerte de Irma como resultado de un “infarto”, incurrió en una insensibilidad que trasciende lo médico para convertirse en político. Esa explicación técnica invisibiliza la cadena de violencias que precedieron al paro cardíaco: el secuestro, la humillación, los golpes, el terror psicológico. Es como si las autoridades prefirieran un diagnóstico “natural” que evite confrontar la brutalidad del crimen organizado. Esta tendencia y eufemismo
no es nueva en el discurso oficial mexicano. Durante décadas, los funcionarios han desarrollado un lenguaje burocrático que domestica el horror: “daños colaterales” en lugar de víctimas civiles, “ajustes de cuentas” en lugar de ejecuciones, “fallecimiento” en lugar de asesinato. Este ejercicio semántico no es inocente; busca crear distancia emocional entre los ciudadanos y la realidad violenta que los rodea.
Pero recordemos que Ximena Guzmán y José Muñoz, asistentes de la Jefa de Gobierno Clara Brugada, si tuvieron nombre público, humanidad. México no puede seguir siendo un país donde se decide quién vive y quién muere en función de la capacidad de pago del “derecho de piso”, donde los criminales imponen sus reglas mientras las autoridades llegan siempre tarde. Irma Hernández Cruz: su nombre debe quedar grabado en nuestra conciencia como recordatorio permanente de todo lo que está mal en nuestro país y como inspiración para todo lo que debemos cambiar. Esa persona… habría que rebautizarnos… o tatuar quizá nuestros nombres… pero somos índices…