Paráfrasis: “¿verdad que no me va a pasar nada, verdad que no me va a pasar nada?”, son las palabras de un niño que lloraba al lado de su padre mientras, a lo lejos, se escuchaba el estruendo de una ráfaga de metralla, en Sinaloa. El video que circuló por redes sociales fue breve, sin rostros, solo audio, gente gritando, alarmada y no más. Desde hace más de mes y medio Culiacán, Chiapas y Guerrero se mantiene en vilo por la violencia que ejerce el crimen organizado.

La palabra “terrorismo” es una de las más potentes y controvertidas en la política internacional y nacional. Su definición varía entre contextos, en términos generales, el terrorismo se entiende como el uso deliberado de la violencia para sembrar miedo y coaccionar a gobiernos o sociedades en busca de objetivos ideológicos, religiosos o políticos. En México, sin embargo, el gobierno se ha resistido a calificar la actual violencia de los cárteles y grupos del crimen organizado como terrorismo, a pesar de que se cumplen con los elementos básicos de esta definición. Esto plantea una interrogante: ¿por qué el gobierno evita hablar de terrorismo en su propio territorio?

Si fuera estratega del gobierno, también aconsejaría al ejecutivo a rechazar o retrasar la declaración de que en el país existe el terrorismo como ejercicio de control del crimen sobre la sociedad, aunque la realidad es otra. Para entender la postura del gobierno, es necesario analizar las implicaciones políticas y económicas de aceptar que México enfrenta un problema de tal magnitud. Un reconocimiento formal conllevaría a una percepción de crisis de gobernabilidad hasta el impacto negativo en el turismo y las inversiones extranjeras [desencantadas por las reformas al Poder Judicial]. Para un país que depende en gran medida del comercio y la inversión foránea, la imagen internacional es crucial.

La reticencia en la declaratoria también responde a razones internas. Desde una perspectiva de seguridad nacional, admitir que el terrorismo está presente podría abrir la puerta a la intervención internacional, especialmente de Estados Unidos, cuya política de “guerra contra el terrorismo” podría llevar a cabo intervenciones en suelo nacional. Por supuesto, mi argumento parece irreal, pero desde años, por lo menos, los medios de comunicación estadounidenses y la academia, sin menospreciar a los políticos, han puesto sobre la mesa el tema de clasificar al crimen organizado en México como terrorismo. Esto aumentaría la presión sobre nuestro gobierno, limitando sus maniobras estratégicas en un terreno que se vuelve aún más delicado si hablamos de colaboración o intromisión de agentes externos.

Los narcotraficantes mexicanos son más que delincuentes. Son terroristas. Y no es una hipérbole. Las tácticas, la estrategia, la organización e incluso [hasta cierto punto] los objetivos de los cárteles mexicanos de la droga coinciden perfectamente con los de las organizaciones terroristas reconocidas. Es cierto que los cárteles carecen de la ideología política o religiosa que motiva a la mayoría de los grupos terroristas, y algunos argumentan que esto excluye la aplicación de la etiqueta de «terrorista»”, escribieron Sylvia M. Longmire y Lt. John P. Longmire, hace más de una década, en el Journal of Strategic Security de la Universidad de Florida, el tema sobre la mesa del país vecino no es nuevo y espera el momento oportuno para posicionarlo.

La violencia en México, como apuntan los investigadores, no es producto de grupos radicales con ideologías extremistas en el sentido clásico, sino de organizaciones criminales que buscan el control territorial y económico. Los cárteles han usado tácticas que no sólo desestabilizan regiones enteras, sino que también ponen en jaque a las fuerzas de seguridad locales, generando una atmósfera de terror. ¿Por qué, entonces, se mantiene esta resistencia a una revaloración del término? Es una estrategia política. Al evitar el término “terrorismo,” el gobierno tiene un margen de acción que le permite implementar operativos más focalizados sin la presión de responder a una amenaza percibida como existencial. En un contexto de altos índices de violencia, el Poder Ejecutivo puede argumentar que está controlando una “crisis de seguridad” en lugar de una amenaza nacional.

El manejo de la percepción pública es otra pieza fundamental en esta estrategia. Al no etiquetar la violencia como terrorismo, el gobierno intenta evitar el pánico colectivo, y permite que el gobierno ajuste sus acciones de seguridad sin una presión excesiva de medios o de la sociedad, en un entorno donde el público tiene una percepción variable de la violencia y sus causas, solo que la percepción, y lo aclaro, no es un índice de disminución de la violencia y el crimen. Ahora bien, ante el escenario nacional, se vale cuestionarse si la escalada de violencia no es en sí una estrategia pensada para permitir que ésta alcance niveles altos y, en un momento calculado, aplicar medidas contundentes que generen la impresión de que se ha ganado una batalla significativa. Esta percepción de “restauración del orden” podría usarse políticamente para fortalecer al gobierno y mostrar eficacia en temas de seguridad. Tal vez una estrategia de tolerancia moderada hacia la violencia creará las condiciones para que, al reducirla, el gobierno obtenga una victoria política.

No obstante, hay riesgos significativos asociados con esta táctica. La falta de un reconocimiento claro del problema puede reafirmar en los grupos criminales una sensación de impunidad, lo cual no sólo agrava la violencia, sino que también erosiona la confianza de la ciudadanía en las instituciones. En estados como Guerrero, Baja California, Michoacán y Sinaloa, donde la violencia está desbordada, la falta de acciones contundentes ha dejado un vacío de poder que, inevitablemente, los grupos criminales han llenado. Si el gobierno no actúa con transparencia en su diagnóstico, generará un ambiente de anomia donde se normalizará el terror, debilitando el tejido social y profundizando la desconfianza de facto hacia el gobierno y las instituciones de seguridad.

Así, ¿hasta cuándo puede el gobierno mantener su estrategia sin enfrentar consecuencias graves en términos de legitimidad y confianza ciudadana? No reconocer formalmente el problema de violencia del país como “terrorismo” puede resultar insostenible. Este tabú del terrorismo podría estar limitando también la posibilidad de poner en marcha políticas de seguridad contundentes en el uso de la estrategia. Se podría abrir las puertas a una mejor cooperación internacional, sin que esto implique una pérdida de soberanía, y permitiría al país construir una estrategia de seguridad que enfrente a las organizaciones criminales desde un enfoque multidimensional.

Mientras escribo, el exembajador de Estados Unidos en México, Christopher Landau, hace un llamado de atención a nuestro país y declara que, si llegara a ocurrir algún atentado terrorista en suelo estadounidense, la relación entre ambos países se fracturaría aún más. El mensaje de Landau se debe a un alto número de terroristas y presuntos terroristas que han tratado de cruzar hacia su territorio de forma ilegal vía México. Podríamos pensar que no existe relación entre una y otra cosa, pero este tipo de declaraciones, son las antesalas de las estrategias políticas que culminarán en conflictos regionales.

El gobierno mexicano debe tomar una decisión importante frente a sí: mantener la negación o enfrentar la realidad del terror que vive una gran parte de nuestros compatriotas. En un primer escenario, el gobierno puede seguir ejerciendo un control limitado sobre la narrativa de la violencia, aunque a costa de una creciente desconfianza y deterioro social. En el segundo escenario, se abre la posibilidad de reencauzar la política de seguridad hacia una estrategia que realmente responda a la magnitud del desafío, aunque ello implique romper con las narrativas oficiales que hasta ahora han marcado el rumbo del país. Hasta este momento no reconozco el concepto de estado en el actual gobierno, veo desestabilidad y confusión en cuanto al deber ser de los políticos, nada más trágico y triste.

El ”terrorismo” como concepto que designa la tragedia nacional ya está presente, tratar de negarlo lo potencia y lo trae al imaginario nacional que comienza a olvidar la “guerra contra el narco”, y repara en el desgraciado terror a manos del crimen organizado que está destrozando a una gran parte de la sociedad. Así pues, los responsables de permitir esto tienen nombre y apellido, y una permanencia voluntaria en las filas del poder.

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