Hace un par de semanas escribí para Confabulario, como parte de la serie “historia de la filosofía”, una reflexión del pensamiento crítico y su cuasi nulo ejercicio en nuestro contexto histórico. Por inocente que sea esta reflexión, veo el ejercicio crítico en completo abandono no tanto por la incapacidad de las personas, sino por un temor extremo a ser juzgados en el libre ejercicio de su libertad de expresión. En el ese texto, planteé el concepto anglosajón de bandwagon, sobre el cual vale la pena ahondar, pues el álgido sentimiento en torno a la continuidad política en nuestro país potencia esta reflexión.

El término, en su sentido histórico [que debemos tomar con reserva], se volvió popular en el siglo XIX durante una contienda política. El bandwagon hacía referencia a la carreta o carruaje que transportaba al grupo musical del circo que arribaba a cada ciudad de Estados Unidos y animaba a la gente a asistir, tal como lo hemos visto en infinidad de películas o carteles históricos. Se dice que en 1848, durante la campaña presidencial de Zachary Taylor, Dan Rice, un reconocido showman de la época, le pidió a Taylor que se uniera a la caravana de su circo para que su campaña tuviera más impacto frente a los espectadores… y así fue. Pronto, lo seguidores políticos de Taylor le pedían a la gente: “get/jump on the bandwagon”, que podemos traducir como: “súbete al carro”, “súbete al tren”, “súbete al barco”… dependerá de la región donde se utilice más una frase u otra.

Así, para inicios del siglo XX, durante la campaña de William Jennings Bryan, la frase y el ejercicio de subirse a los carruajes en las caravanas eran una práctica común, políticos y no políticos utilizaban este medio para llegar a la masa. “Subirse al carro” se asociaba con un ejercicio de unidad que apoyaba los ideales de un político o líder social, y esa unidad predicaba el inicio de la victoria de una idea por encima del equipo contrario. En México utilizamos más: “estamos, vamos, o van en el mismo barco”. Lo interesante de la frase es que condensa posturas positivas y negativas.

Hacia 1955, el psicólogo Solomon Asch se dio a la tarea de estudiar lo que llamó “el fenómeno Bandwagon”, que propicia que las personas se sientan obligadas a cambiar su comportamiento para ajustarse al del grupo. El Efecto Bandwagon hace que la gente ignore sus creencias y su proceso de pensamiento independiente, llevándolas a encontrar consuelo en la “sabiduría” de la multitud; he aquí el error. [¿Quién no recuerda a la gente alarmada, durante la pandemia, porque los médicos robaban el líquido de las rodillas de los muertos por Covid-19?]. El estudio académico de Asch se tornó relevante en los años 80, cuando se estudió el efecto de las encuestas de opinión pública en el juicio de los votantes.

En cuanto a política no hay nada nuevo bajo el sol. Esto es, cada contienda electoral somos testigos de cómo la gente adopta conductas, creencias o modas simplemente porque otras personas lo hacen. Siempre he dicho que la pasión política debe tomarse con distancia. Defender a ultranza la ideología de otros nos conduce hacia un estado del absurdo donde perdemos no solo inteligencia, sino la independencia. Es triste observar cómo familias, núcleos de amistades o relaciones laborales se ven truncadas por defender ideas ajenas, sobre todo políticas. Mientras la gente se destruye, la clase política acuerda. Pero hoy, en las redes sociales, el bandwagon se magnifica debido a la naturaleza viral de estas plataformas. Un mensaje, una imagen o una idea pueden alcanzar a millones de personas en cuestión de horas, creando una sensación de que “todo el mundo” está hablando de lo mismo. Esta dinámica puede hacer que las personas se sientan obligadas a unirse a la conversación o a apoyar una causa sin haberla investigado a fondo. Esta presión para conformarse puede llevar a la aceptación de ideas o comportamientos sin una comprensión crítica de sus implicaciones. La falsa sensación de consenso puede hacer que las personas se sientan aisladas si no comparten la opinión predominante, silenciando voces disidentes y reduciendo la diversidad de perspectivas.

El día de ayer, por ejemplo, el presidente Andrés Manuel López Obrador se llamó a sí mismo “naco” y “chairo”. Pronto, una parte del aparato de gobierno apoyó la postura del presidente y los detractores se llenaron de júbilo al decir que, por fin, el titular del ejecutivo aceptaba una verdad innegable. Es una excelente estrategia la del presidente para gestionar el clima social y la opinión pública. La postura del presidente que no se debatió fue la siguiente: “tengo la hipótesis de que lo que somos los mexicanos, lo importante del México de hoy, del México de la actualidad, lo heredamos del México antiguo (…) no quiere decir que no tengamos aportes de la civilización occidental, pero lo mejor es lo que viene del México profundo, del México prehispánico, por eso somos una potencia cultural”. Esta declaración es sobre la que se debió reflexionar, toda vez que su postura no se diferencia de los discursos románticos que dieron vida a las instituciones culturales neoliberales que nos formaron a varias generaciones. No obstante, en la generalidad de la declaración está el error que no se debatió en los medios, porque no existe la crítica, sino una necesidad de ampliar debates inmediatos carentes de sustancia; pero entiendo la necesidad del espectáculo.

Así pues, el problema de no ejercer la libertad de expresión por temor es multifacético y tiene varias implicaciones negativas tanto a nivel individual como colectivo que se potencia por el efecto bandwagon; por ejemplo, la autocensura impide que ideas y opiniones diversas sean compartidas y discutidas, lo cual limita el intercambio de conocimiento y la innovación. El miedo a expresar opiniones puede llevar a una mayor conformidad y a la adopción de las ideas y comportamientos de la mayoría, incluso si no se está de acuerdo con ellos, debilitando la autenticidad y la diversidad de pensamiento. Eso es lo que ocurre cuando se da un cambio político de raíz como el que ocurre hoy en México.

La libertad de expresión es un derecho fundamental y no ejercerlo puede llevar a su erosión gradual, ya que las autoridades o grupos poderosos pueden sentirse incentivados a restringirlo aún más [sin restringirlo de facto]; después de todo, la gente es el mejor vehículo de censura y de gestión del poder que existe. Por otra parte, la capacidad de expresar y defender ideas es crucial para el crecimiento personal y la formación de una identidad sólida; el miedo a expresarse puede inhibir este desarrollo. Ahora bien, la democracia se basa en la participación activa y en el debate abierto; si las personas tienen miedo de expresar sus opiniones, se reduce la capacidad de la sociedad para tomar decisiones informadas y representativas, por ello, las consultas populares son una falacia, toda vez que se dan con un número de muestras risibles y nunca públicas.

El temor al nuevo régimen que representan López Obrador y Claudia Sheinbaum en México deriva tanto de sus políticas como de la percepción pública. Aquí algunos de los factores principales: López Obrador ha implementado cambios significativos en diversas áreas, desde la economía hasta la seguridad. Estos cambios, aunque populares entre sus seguidores, han generado incertidumbre entre quienes ven estas políticas como demasiado radicales o potencialmente desestabilizadoras.

Existe un sentido de preocupación sobre la centralización del poder en manos del presidente-presidenta y su partido: las medidas para debilitar a las instituciones independientes y la concentración de poder generan temor a un autoritarismo creciente. Por otra parte, tenemos la actitud del gobierno hacia la prensa y los defensores de derechos humanos: las críticas y ataques verbales contra periodistas y activistas han generado temor sobre la libertad de expresión y la protección de derechos fundamentales. Algunos críticos, por ejemplo, temen que el gobierno esté llevando al país hacia una mayor alineación con ideologías políticas de izquierda que podrían implicar cambios profundos en la estructura socioeconómica de México, aunque estamos frente a un aparato de estado conservador.

No obstante, la pregunta fundamental es: ¿Vamos todos en el mismo carro, en el tren o en el barco? Y otra pregunta sería: ¿Podemos darnos el lujo de no formar parte del grupo que está en el barco? Un ejemplo claro de esto es Ana Villagrán, otrora panista y enemiga de Mario Delgado. La exdiputada, ahora morenista, aplaude a la figura de Delgado, es decir, tuvo que subirse al barco para salvar su vida política. En lo personal no me preocupa el aparato político, pues funcionará como siempre lo ha hecho, me preocupa la gente atemorizada tanto por el cambio sociopolítico que vivimos, como por la resistencia a entender que México ha cambiado. Ahí es donde radica el peligro, no en las altas esferas donde los acuerdos ya están dados.

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