Lo más peligroso a la hora de escribir y ejercer una crítica u opinión es caer en el lugar común. Es una trampa real y sensible. En estos días previos al arribo de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y el destino de México de la mano de la presidenta Claudia Sheinbaum, me he concentrado en tratar de escuchar todo tipo de puntos de vista sobre lo que se avecina sin descubrir nada más allá de conjeturas por demás obvias, que ocupan además todos los espacios tanto de prensa como televisiva y radio. Las conjeturas no son sino ruido blanco. “Trump viene recargado, México estará frente a un escenario complicado”, frase genérica… ¿y qué más? El discurso se torna surreal cual película de Luis Buñuel.
En la construcción de un mundo que jamás se entrega por completo a la lógica como el nuestro allende la ficción, Luis Buñuel, en su obra cinematográfica El discreto encanto de la burguesía, despliega un manifiesto sobre la frustración, la repetición y lo absurdo como la política. La burguesía, con su pretensión control, naufraga constantemente en su intento por consumar un acto tan elemental como compartir una cena, lograr un acuerdo. El tiempo se fragmenta, la narrativa se quiebra, y el espectador se enfrenta a la imposibilidad de la certidumbre. Este ejercicio de descomposición del sentido resuena con el trabajo de los columnistas y opinadores de política, quienes, al igual que los personajes de Buñuel, se enfrentan al caos y la
opacidad del mundo contemporáneo. Su tarea no es sencilla: deben proponer interpretaciones, arriesgarse a conjeturar sobre lo que a menudo no puede ser comprobado y enfrentarse al juicio implacable de audiencias que buscan respuestas en un contexto donde las preguntas se multiplican sin cesar. Empero lo que no puede hacer un columnista es generar lugares comunes. Y no escondo la mano.
En este terreno incierto de la opinión crítica, el columnista es tanto un intérprete como un creador. No solo desentraña los hilos de los acontecimientos, sino que los reordena para ofrecer un relato que parezca inteligible. Sin embargo, la política es un dominio donde la razón encuentra sus límites con frecuencia. Las decisiones que configuran el curso de una nación o definen el destino de un conflicto internacional no siempre responden a un cálculo racional. Por parte de los protagonistas hay capricho, ego, miedo, oportunismo. ¿Cómo construir un relato coherente en un universo donde la lógica es una herramienta insuficiente? La conjetura, entonces, se convierte en un acto de supervivencia intelectual, una forma de lidiar con el absurdo. Aquí, Buñuel nos enseña una lección crucial: aceptar que el caos no es un obstáculo para la narrativa, sino su materia prima, es crucial para evadir la conjetura del lugar común.
El columnista, como el cineasta surrealista, sabe que los hechos no bastan. La crónica pura y objetiva carece de la fuerza que tienen las interpretaciones que tocan las fibras emocionales e intelectuales de una audiencia. Pero el riesgo de este enfoque es evidente: interpretar significa asumir, y asumir implica la posibilidad del error, del desacierto [por eso gana el lugar común]. En la política, donde las jugadas se hacen en las sombras y las declaraciones públicas son a menudo máscaras cuidadosamente diseñadas, la conjetura es siempre una apuesta. El opinador camina sobre una cuerda floja, consciente de que su credibilidad depende tanto de la solidez de sus
análisis como de su capacidad para anticipar lo inesperado. Y, sin embargo, ¿qué sería de la política sin el arte de conjeturar? Sin las especulaciones que proponen futuros posibles, sin las interpretaciones que dotan de sentido a lo que, de otro modo, sería solo un conjunto de datos desconectados, la política se reduciría a una sucesión de hechos desprovistos de narrativa.
Buñuel coloca a sus personajes en un mundo que parece regido por leyes caprichosas. La puerta que no se abre, la interrupción que siempre llega, el sueño que se mezcla con la vigilia: todo conspira para frustrar sus deseos más básicos. Los opinadores, por su parte, se enfrentan a un entorno donde la información es incompleta, contradictoria o deliberadamente falsa. Las fuentes oficiales manipulan los hechos, los líderes cambian de estrategia sin previo aviso, los conflictos se recrudecen o se disipan sin que nadie pueda predecirlo. La tarea del columnista es, entonces, construir sentido en medio de esta maraña. Pero ¿es posible construir sentido cuando las propias reglas del juego son inciertas? Buñuel nos recuerda que la lógica no siempre es la respuesta. A veces, lo más honesto que puede hacer un narrador es abrazar lo irracional, admitir la incertidumbre y dejar espacio para el misterio… esto es: decir la verdad… “no sé qué decir u opinar”.
Sin embargo, hay una trampa en este ejercicio. La conjetura, cuando se lleva al extremo, puede convertirse en una herramienta de manipulación. Al interpretar los hechos, el columnista tiene el poder de moldear la percepción pública. Una conjetura bien articulada puede influir en la opinión de miles, incluso millones, de personas. Aquí radica el poder y el peligro del opinador. En manos hábiles, la conjetura puede iluminar aspectos ocultos de la realidad, pero también puede distorsionarla, convertirla en un espectáculo o en una herramienta para promover agendas particulares. Buñuel, con su mirada crítica hacia las élites, nos advierte sobre las
narrativas que perpetúan estructuras de poder. En El discreto encanto de la burguesía, los personajes son prisioneros de un mundo que ellos mismos han construido, pero que ya no pueden controlar. De manera similar, los columnistas son a menudo prisioneros de las narrativas que crean, atrapados entre las “expectativas” de sus audiencias y las limitaciones de sus propios análisis. Esto es crucial, sobre todo cuanto tienes en la palestra a personajes académicos o públicos relevantes que no dicen nada relevante sino llenan el espacio público. No necesitas ser una celebridad pública para decir que el país está mal.
Reitero. La política, como los mundos que construye Buñuel, son espacios donde lo absurdo y lo impredecible reinan. Las alianzas improbables, los conflictos que estallan de la noche a la mañana, las declaraciones que contradicen los hechos: todo esto compone un paisaje en el que la lógica convencional es insuficiente. En este contexto, la conjetura no es solo una herramienta de trabajo; es una forma de arte. El columnista debe ser tanto un analista como un narrador, capaz de identificar patrones en el caos y de construir relatos que, aunque sean provisionales, ofrezcan alguna forma de orientación. Pero este arte tiene sus límites. Como Buñuel nos enseña, el intento de imponer orden en un mundo que se resiste al orden está condenado, en última instancia, al fracaso. La cena nunca se consumará, el sentido pleno nunca será alcanzado. Y, sin embargo, el esfuerzo por comprender, por interpretar, por conjeturar, es lo que nos mantiene avanzando… y a los creadores de las síntesis con trabajo.
A decir, en última instancia, el valor de la conjetura no reside en su capacidad para predecir el futuro con precisión, sino en su habilidad para abrir espacios de reflexión, para cuestionar las narrativas oficiales y para recordarnos que, en política como en el arte y la filosofía, lo importante no es encontrar respuestas definitivas sino aprender a vivir con las preguntas… no alinearnos con democracias florecientes que pronto se marchitan, por falta de ideas… pero, reitero también, si se encuentran en la mesa de debate no continúen con la conjetura obvia de su colega, florezcan en preguntar… si solo repiten las ideas ad nauseam se tornan un fraude. La lección va para mí también.