No logro recordar con exactitud el nombre del documental en el que aparecen miembros de un grupo de entusiastas militares estadounidense declarando frente a las cámaras que el ejército debería patrullar las calles para combatir al crimen organizado. Aún a riesgo de equivocarme, creo que se trata del documental Cartel Land, dirigida por Matthew Heineman, y de él rescato especialmente la siguiente reflexión de esos personajes ataviados como soldados de la guerra de Irak: “En México el ejército está en las calles, así como en otros países del mundo, combatiendo a los criminales”. Y sí, en nuestro país el ejército continúa en las calles avalado por Felipe Calderón Hinojosa, Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador y la presidenta Claudia Sheinbaum, aunque, en lo personal, no valido su presencia como un antídoto en contra del crimen. La presencia del ejército en las calles solo disminuye la jerarquía de los castrenses al exponerlos a la masa, al eliminar de sus uniformes el halo de civismo patriótico.
Así pues, el argumento que esgrimen estos “vigilantes” es bastante revelador: desean mayor control sobre la población y/o la violencia organizada en aras de la libertad, la moneda y el escudo de todo tipo de desenfrenos políticos, antes y hoy. Pero no es el tema que nos ocupa. La semana pasada, Donald Trump generó otra revolución mediática con sus comentarios con relación a las nuevas labores del ejército y la Guardia Nacional de aquel país: patrullar y luchar en contra del crimen organizado, los cárteles de las drogas y otros tantos delitos en diversos estados demócratas, amén de colaborar en la detención de migrantes.
La idea fundamental de esto es: “combatir al enemigo desde dentro”. Las declaraciones generaron diversas reacciones que considero un tanto predecibles allende los comentaristas políticos estadounidenses y, por cierto, la opinión nacional tan progresista merece una mención aparte. En ambos casos, en mayor medida la molestia ante las declaraciones de Donald Trump y el secretario de Guerra, Peter Hegseth, está relacionada con el fin de la era “woke” en las fuerzas armadas de Estados Unidos, ya que ha debilitado la percepción del ejército frente a sus pares internacionales, frente a la noción de supremacía del estado de las barras y las estrellas. El ejército, recordemos, es pilar de su cultura.
Así pues, una de las declaraciones más tajantes de Trump hacia sus escuchas castrenses invoca: “juntos despertaremos el espíritu de guerreros [que somos]”. Lo cual generó la supuesta indignación del pueblo del norte y sus militares, algunos. Vamos por partes: no veo error alguno en su declaración, no tan distinta a implorar el “In God We Trust”, ambas son abstractas. Ahora bien, me atengo a la crítica y declaro lo siguiente. El espíritu de las fuerzas armadas, todas en el orbe, se fortalece gracias a valores de carácter y civilidad que en esta forzada realidad moderna y sensiblera no tienen cabida, los jóvenes hoy rehúyen de las órdenes por temor a sentirse alienados y, por tanto, afectados emocionalmente.
Un soldado responde a un deber ser hacia su patria, a una ética común por la salvaguarda de sus connacionales, y deben ejercer con su apariencia límpida un sentimiento de respeto y honor. Su criticada hombría o machismo por parte de la sociedad, ahora tradicional, “transformada” en sus valores contrasta con ese espíritu guerrero que enuncia Trump. Por ejemplo, imaginemos a un secretario de Defensa en México vestido como mujer: ¿acaso nuestra cultura lo aprobaría? No nos resistamos a la verdad. El ejército se erige sobre pilares, o debería erigirse, sobre pilares ajenos a ideologías que pueden mermarlo.
¿Pero cuál es la premisa de Hegseth, el secretario de Guerra? Con su discurso delineó una transformación [en todo caso un regreso al origen] militar radical que marca el fin del liderazgo “políticamente correcto, hipersensible y preocupado por no herir sentimientos”, imponiendo estándares físicos “al nivel masculino” para todos los miembros del servicio [lo que podría excluir a mujeres que no los cumplan] y exigiendo “no más generales gordos” ni “no más barbudos”, con la obligación estricta de cumplir normas de condición física y apariencia, lo mínimo y básico. Además, eliminó las protecciones contra el acoso, permitiendo a los instructores contacto físico con reclutas y el uso de lenguaje soez; y lanzó el ultimátum: “si las palabras que digo les hacen sentir un vacío en su corazón, hagan lo honorable y renuncien”. No veo el salvajismo en las palabras de Hegseth.
Lo digo con el debido respeto, pero la imagen del almirante transgénero Rachel Levine, durante el gobierno de Joe Biden, no despertaba el espíritu de lucha de la milicia, que se tornó risible fuera de Estados Unidos. Se puede argumentar que, desde que Bill Clinton puso sobre la mesa, en los años 90, la iniciativa para los militares homosexuales “si no te preguntan, no lo digas”, el ejército estadounidense fue aceptando abiertamente en sus filas a personas de la comunidad LGBT sin mayor problema, pero la cultura “woke” extremista y lo políticamente correcto se apropió del ejército y se corrompió. Un soldado no puede o no debe tener remordimientos ni cuestionamientos para accionar. Ustedes descifren el resto. Si la ideología de género, del cambio climático, entre otros, se contrapone a una orden directa, la misión del soldado es estéril, de ahí la crítica de Trump y Hegseth.
Algunos comentaristas estadounidenses como Scott Galloway hablan del “sentimiento” de los “pobres” militares de cara a las decisiones de Trump, pero ese no es el foco. Como tampoco lo es la existencia de homosexuales en el ejército, sino la descomposición de las instituciones por la pérdida de la disciplina castrense. Se necesita un ejército de valores tradicionales, no una institución con tanto poderío emasculada.
Ahora bien, durante los años 80 se dio lo que llamo la última era dorada de la milicia estadounidense, que se perdió en el éter luego del fin de la Guerra Fría. El mundo árabe como ideario no sumaba al imaginario del enemigo todopoderoso que fue Rusia; a principios de los 90 Afganistán e Irak eran una posibilidad reivindicación militar de cara al nuevo siglo. En mi infancia fronteriza, hacia 1982, las guerras de Estados Unidos en los dibujos animados eran las que consumíamos y ensalzábamos. Admirábamos a “Snake Eyes”, a “Duke” y “Scarlett”, personajes todos de la serie G.I. Joe, programas que mantenían vivo el espíritu militar luego del fracaso de Vietnam a través del entretenimiento, y que nos adoctrinaba a esa generación de niños a entender la guerra y sus posibilidades. Ahora bien, la crítica suele olvidar que en la década de los 80, Donald Trump inició su camino al estrellato como empresario [fracasado o no] y celebridad, y es justo a ese tiempo de grandeza militar disfrazada de gloria al que el actual presidente de Estados Unidos desea retornar y es sobre esta base que debemos entender al presidente.
Donald Trump, frente a su público militar en Quantico, delineó una visión militar de proteccionismo activo al describir ciudades estadounidenses como “campos de entrenamiento” para la Guardia Nacional, afirmando: que deberían usarse algunas de las ciudades peligrosas como campos de entrenamiento, mientras advertía de una invasión “desde dentro” por un “enemigo interno” y anunciaba una orden ejecutiva para crear una “fuerza de reacción rápida” destinada a sofocar disturbios civiles. Trump aseguró que el ejército no solo enfrenta amenazas externas, sino también “enemigos domésticos” en las ciudades, prometiendo lealtad a comandantes alineados con su visión y dejando claro que su propósito es “proteger la república”, no “proteger sentimientos”. Lo anterior refleja las advertencias de John Mearsheimer sobre la ausencia de contrapesos al poder de Trump, la erosión de instituciones democráticas y el uso político del ejército [señalando explícitamente ciudades opositoras como Chicago], en una visión donde el rebautizado “Departamento de Guerra” se transforma en herramienta ofensiva mediante despidos masivos, una exigencia de lealtad absoluta y discursos políticos ante tropas de una retórica de conflicto civil. Esto me hace pensar en México, bastantes similitudes discursivas.
Reitero, para entender a Trump, hay que explorar la vía del espectáculo y el entretenimiento; no podemos estudiarlo como a un estadista porque no lo es, es difícil entenderlo como un personaje del mundo empresarial porque sus procederes también son grises. La única verdad es que hoy lidera a los Estados Unidos y, para entenderlo, debemos sí o sí viajar al pasado. Entiendo si estos argumentos resultan absurdos y fantásticos. No obstante, los invito a entender el contexto de ese personaje en el poder en su raíz.
Tanto Donald Trump como Andrés Manuel López Obrador, expresidente de México, comparten rasgos populistas que intentamos diferenciar, pero no existen matices, pues ambos son productos de su tiempo y caos político; y, por si fuera poco, Trump, con todos los elementos de la izquierda, conquistó la presidencia haciendo de los demócratas un partido conservador, aun en contra de sus principios de progresismo. Pero regresemos al problema de la milicia. Durante la década de 1990, bajo el mandato del demócrata Bill Clinton, el Cuerpo de Marines de Estados Unidos impulsó la Operación Urban Warrior, una serie de ejercicios clave de guerra urbana diseñados para enfrentar los retos de las operaciones militares en entornos urbanizados, impulsados por lecciones dolorosas como la Batalla de Mogadiscio en 1993. Estos simulacros, realizados en escenarios reales como Chicago, San Francisco y Oakland en 1999, pusieron a prueba tácticas innovadoras, armamento y equipamiento adaptado a la complejidad citadina, mientras abordaban obstáculos como edificios minados, escasez de suministros y la presencia de civiles inocentes. Esta información puede consultarse en: https://shorturl.at/AmFGV.
En ese tiempo, los Marines enfrentaron críticas intensas por sus ejercicios de entrenamiento. El activista S. Brian Willson denunció estas maniobras como una “peligrosa expansión” de la militarización doméstica, argumentando que condicionaban a la ciudadanía a aceptar la presencia armada en entornos civiles bajo el pretexto de combatir un “enemigo asimétrico”. Si entendemos que los demócratas en el poder con Bill Clinton ya pensaban en la militarización del país so pretexto del cuidado doméstico, no se platearon en aquel momento los límites del poder presidencial porque se enmascaraba todo como ejercicios militares. Hoy se habla de una erosión democrática porque Trump desea intervenir con el ejército aquellos estados donde el partido demócrata gobierna.
En este caso de Chicago se erige como una prueba de estrés crítica para la democracia estadounidense, si el ejército entra en esa ciudad, se dice que se normalizarán intervenciones militares en cualquier ciudad demócrata bajo pretextos artificiales, alterando el equilibrio federal-estatal y acelerando la deriva autoritaria que Mearsheimer augura ya en marcha. La resistencia estatal, liderada por el gobernador de Illinois J.B. Pritzker y el alcalde Brandon Johnson, prepara batallas legales y políticas al denunciar esta militarización como una distracción que socava el apoyo a la policía local y que pone en peligro a las ciudades santuario.
El foco al final de todo son los migrantes. En última instancia, lo que reina en este panorama es la hipocresía, un velo que cubre las contradicciones de una sociedad que clama por equidad mientras erosiona sus propias bases de poder. Sobre todo, el discurso woke pretende debilitar la fortaleza del país, inyectando dudas y divisiones en las instituciones que lo sostienen. En pocas palabras, cuando Trump comenta que el enemigo está en casa, lo dice porque, por una parte, la ideología de género, el progresismo y lo woke reinan soberanos, socavando la cohesión interna, desde su punto de vista; y por otra, la relajación de las medidas migratorias pone en jaque la presencia de un nuevo poder suave de mano del islam, infiltrando dinámicas culturales que diluyen la identidad nacional como ya ocurre en Europa.
Asimismo, al enfocarse en los problemas internos, Trump, está reavivando una grandeza de antaño para el ejército y el país, reconociendo que Estados Unidos no es ya una gran potencia militar [al menos en la idea que proyecta al orbe, superada por China e incluso Rusia]. La retórica de que E.E. U.U. es el mejor país del mundo se rige desde su ejército, y si este se observa desde afuera debilitado, no hay forma de sostener un discurso de grandeza.
Trump lo sabe: sin un pilar castrense inquebrantable, la ilusión de supremacía se desmorona, y la hipocresía woke solo acelera esa caída, mencioné párrafos antes como en la infancia la cultura militar se incrustaba en nuestra forma del pensamiento a través de los dibujos animados, y hoy ocurre lo mismo. Existen programas televisivos que debilitan la percepción infantil de identidad para generar caos y personas débiles de pensamiento y frágil en su devenir como niños, adolescentes y adultos. Ese es también un enemigo por combatir. Trump atiende a una guerra cultural. En ese sentido importa Estados Unidos en sí mismo no su posicionamiento geopolítico.
En tiempos de Trump, ser republicano o demócrata dejó de tener el significado clásico que durante décadas definió la política estadounidense. El republicanismo, históricamente identificado con el libre mercado, el gobierno reducido y la moral tradicional, se transformó bajo la figura de Trump en un movimiento de resistencia cultural, una cruzada contra lo que consideran el enemigo interno: la élite progresista, los medios de comunicación y el llamado “Estado profundo”. Ya no se trata únicamente de ideología económica o conservadurismo religioso, sino de una batalla simbólica por preservar una identidad nacional basada en soberanía, masculinidad tradicional, patriotismo y control fronterizo.
Los demócratas, por su parte, dejaron atrás su tradición de centro para erigirse como defensores de la diversidad, el ambientalismo y las libertades individuales, abrazando una corrección política rígida que, en sus extremos, convierte las causas sociales en dogmas identitarios. Bajo la era Trump, el Partido Demócrata se movió hacia una política cultural más que institucional, reaccionando a cada gesto del trumpismo con un discurso moral que busca proteger, incluir y sensibilizar. Así, ambos partidos se volvieron reflejos invertidos: los republicanos apelan a la fuerza como principio moral, mientras los demócratas elevan la sensibilidad como virtud política; los primeros claman “América primero”, los segundos responden “Humanidad primero”, o mejor dicho la humanidad que queremos. Entre estos polos, el sentido de nación se ha convertido en una disputa de lealtades emocionales más que en un debate de ideas, porque en esta etapa la política ya no construye consensos, sino identidades irreconciliables.
Ahora bien, considero que la crítica vertida desde la opinión pública de mi nación envuelve con complacencia la supuesta superioridad moral de los demócratas en sus batallas culturales dogmáticas. En México, las políticas públicas suelen naufragar porque son meros remedos de iniciativas ajenas, importadas de países como España y otros. Lo mismo ocurre con las ideas políticas que adoptamos: las abrazamos para censurar sin contrapuntos aquello que nos incomoda o para ser aceptados decimos que incomoda. Coloquialmente se expresa que los mexicanos en Estados Unidos son de facto republicanos; asumo, en cambio, que los de aquí, desde México, se inclinan por los demócratas. A Trump lo juzgará la historia; mientras tanto, enjoy the ride...
El ejército, pues, debe ser una institución siempre vigilada. Veamos el caso de México y la marea de corrupción: no hay pretexto para el desvío millonario de fondos a través de combustibles. En Estados Unidos se produjo una degeneración de principios que debilitó una cultura afincada en el temor castrense. Las fuerzas armadas, sin embargo, y más allá del país que las albergue, deben ser vigiladas como institución para evitar absurdos. Stanley Kubrick estrenó en 1964 la película Doctor Strangelove, que retrata un conflicto internacional generado por un general del ejército estadounidense mentalmente inestable: al ver comprometida su virilidad, adopta la idea de que el agua está contaminada por los comunistas y decide lanzar un ataque nuclear. Si esto les parece absurdo, revisen la historia presente de diversos países. Policías hoy persiguen a sus connacionales por publicar mensajes ofensivos en redes sociales, por ejemplo, en el Reino Unido. No obstante, ¿cómo vigilar a una institución armada si los poderes legislativos carecen de pensamiento crítico y defienden causas estúpidas como castrar a niños y mutilar niñas en defensa de su libertad?