He escrito acerca de Donald Trump durante los últimos cinco años, no me interesa en este momento el análisis profundo ni catastrófico del personaje y su posición internacional. Lo que tenía que decir de éste ya lo escribí y está en las páginas de El Universal, por si es de su interés estimado lector. Reparo hoy, entre la preocupación de los analistas y críticos de la política, en la parte que nos corresponde como mexicanos. No soy un amante de los discursos nacionalistas ni ideologizados. Pero soy un mexicano más en este mar de incertidumbres ad hoc generadas por nuestra clase política en el ámbito internacional.

Así:

en el vasto escenario del mundo, donde el nombre de Donald Trump resuena como un eco que fragmenta y polariza, México se encuentra atrapado en una narrativa restringida, como si estuviera condenado a elegir entre la condena y el victimismo. Sin embargo, no estamos ante una bifurcación sin salida; nos encontramos frente a un umbral. Este no es el momento para lamentos ni acusaciones, sino para una reflexión profunda y una acción audaz. Trump, en su provocadora figura, ha sido etiquetado como un agente del caos, un arquitecto de tensiones para nuestra nación. Pero el caos, si se observa con claridad, no es solo destrucción: es potencial creativo a la manera de Heráclito, la sacudida que nos obliga a abandonar la comodidad de lo conocido y a replantearnos quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos.

Este desafío externo, que algunos interpretan como amenaza, debe convertirse en el catalizador de una introspección nacional, un impulso para repensarnos, unirnos y avanzar. Desde tiempos inmemoriales, los pueblos del orbe han encontrado en el adversario externo un espejo que refleja sus propias fisuras. Así nos vemos hoy: no tanto enfrentando a Trump, sino confrontándonos a nosotros mismos. La violencia que asola nuestras calles, la corrupción que ha infiltrado nuestras instituciones y el desgaste de la confianza ciudadana no son obra de un hombre en Washington, sino de décadas de abandono, discursos vacíos y una profunda desconexión con nuestra esencia como nación. La democracia es un concepto por demás vacío… y lo menciono sobre todo por las diatribas envalentonadas de algunos Senadores: “nos sacarán del poder en 30 años quizá o tal vez en 50”… el “nos” indica ya de raíz un carácter intransigente apartado de la gente, ensimismado en el poder.

No podemos seguir anclados, como mexicanos, en un lenguaje que solo apela a las heridas del pasado. La memoria histórica es necesaria, pero insuficiente. Hemos invertido demasiadas energías en discursos que agitan las emociones pero carecen de visión. Hoy necesitamos un cambio radical en nuestra narrativa, uno que nos permita imaginar un México no como un país en resistencia perpetua, sino como una nación próspera [que no termina por serlo], competitiva y segura [estamos acostumbrados a la desgracia], capaz de ocupar su lugar con dignidad en el escenario global.

El retorno de Trump, aunque desafiante, no debe ser el centro de nuestra preocupación. Lo verdaderamente urgente es nuestra incapacidad para unificarnos y construir una visión compartida que trascienda partidos e ideologías. Perdón por el romanticismo. Si aprendemos a mirar este momento no como un fin, sino como un comienzo, podríamos transformar este desafío en la oportunidad más significativa de nuestra generación. México necesita una nueva era de liderazgo; no aquel que se contente con discursos incendiarios ni el que busque complacencia en dogmas ideológicos, sino uno que comprenda el arte del pragmatismo. Las grandes transformaciones no se logran desde trincheras ideológicas, sino desde la capacidad de reconocer las aspiraciones de un pueblo y articularlas en una visión común.

Trump, paradójicamente, nos ofrece una lección que no debemos ignorar. Su regreso nos obliga a preguntarnos cuán sólidos son nuestros cimientos y hasta dónde estamos dispuestos a llegar para construir un país que inspire orgullo y esperanza. Si Claudia Sheinbaum logra liberarse de las inercias que han atrapado a tantos antes que ella, México podría emerger no como un vecino subordinado, sino como un socio estratégico en el concierto global. No se trata de enfrentarlo desde el resentimiento ni de temerle como si fuera una fuerza insuperable. Se trata de mirarnos al espejo que él nos ofrece y reparar nuestras propias fracturas.

Las crisis son el crisol donde se forjan las naciones. Finalmente, el eje de esta transformación debe ser la comunicación. Pero no una comunicación propagandística ni un ejercicio vacío de imagen. Hablamos de un diálogo auténtico, transparente y visionario que conecte con las preocupaciones más profundas de nuestra ciudadanía; un discurso que no solo informe sino que inspire; un mensaje que no solo prometa sino que conduzca a la acción. La historia nos coloca ante una encrucijada no para decidir entre la condena o el lamento, sino para construir un México que trascienda sus propias limitaciones. Si alguna vez hemos soñado con un país seguro, fuerte y respetado, este es el momento de comenzar a hacerlo realidad. No permitamos que el ruido del mundo nos distraiga de lo esencial: la fuerza que necesitamos no vendrá del exterior, sino de nosotros mismos.

Esto que he escrito se contrapone con mi estilo habitual. Pienso que es necesario inspirar en medio el trasiego de información que desinforma por la prisa de ver en los demás enemigos latentes. Este es tiempo de Inteligencia por encima de las ideologías vacías… si no lo entendemos así, seremos pues cómplices de aquellos que quieren un país vivo tan solo para beneficio propio… Basta de romanticismos.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios