I
Lo he escrito en otras ocasiones, lo reafirmo hoy. Cuando era niño pensaba que la clase política pertenecía a otro estrato social donde la honorabilidad era un valor intrínseco al ejercicio mismo del poder. El paso de los años y el reconocimiento del proceder de la clase política, mejor dicho, del espectáculo político del que he sido testigo arruina todo idealismo, todo civismo. Así como yo miles de ciudadanos nos desencantamos cada año, lo cual es preocupante pues se necesita a las personas para que el aparato funcione en el marco de la democracia ficticia. Recién concluí de nuevo la revisión de la novela “La sombra del caudillo” de Martín Luis Guzmán, una pieza enteramente shakesperiana que debería proponerse como lectura obligatoria en las escuelas de nuestro país, por encima de la agenda progresista a la española que se reivindica en las escuelas mexicanas.
La novela de Guzmán expone con agudeza la esencia de la política mexicana posrevolucionaria, ese microcosmos de ambiciones, traiciones y simulacros que, más que un anacronismo literario, se erige como un espejo perenne de nuestra historia y devenir político. La crítica de la obra hacia el empoderamiento del ejército y su proceder es bastante actual. Tema sobre el que debemos reparar tarde o temprano. El relato de Ignacio Aguirre, el general atrapado entre la lealtad a ideales revolucionarios y las intrigas de un sistema que convierte la revolución en teatro, no es un eco distante, sino una advertencia viva. El caudillismo no ha desaparecido por lo menos en el escenario militar; ha transmutado en formas sofisticadas, envueltas en los ropajes de un patriotismo que manipula la percepción colectiva arropada por la maquinaria política, su cómplice. Yo mismo provengo de familias militares, me honra decirlo, no obstante reparo en que las fuerzas armadas deben reconocer sus limitantes para no participar del juego del poder que los deshonra. ¿Acaso nuestro país necesita de un ejército?
Hoy, la discusión social de problemas estructurales se reduce en una retórica nacionalista que apela al corazón, no al juicio crítico. Como en el mundo de Aguirre, donde el caudillo y sus seguidores confunden lealtad con sumisión, hoy los liderazgos, la Cámara de Senadores y la Cámara de Diputados, se envuelven en la bandera del bienestar de la gente para esconder su propia decadencia; y, no obstante, las “cámaras de eco” del oficialismo se preocupan más defender por el orgullo nacional que por destacar el desorden de gobernabilidad que azora al Poder Ejecutivo por el desorden en casa y por los embates del próximo presidente de Estados Unidos.
Hace unas semanas, escribí en esta columna que contestar a los embates de Donald Trump, debido a sus recurrentes declaraciones incendiarias, era insostenible y nos hablaba de una falta de estrategia de comunicación política por parte de nuestro gobierno. Hoy que estamos en la antesala de ver cómo el próximo presidente de EE.UU. declara terroristas a los cárteles de las drogas de México, de nuevo la maquinaria de propaganda nacionalista intenta descalificar al exmandatario, y promueve el sentimiento nacional que no a todos los mexicanos arropa.
Donald Trump representa otro tipo de caudillismo: el del extranjero que, a fuerza de repetir una retórica de superioridad, busca moldear su vecino según sus intereses y es normal. Pero analicemos su postura, como ya lo escribió Jorge Castañeda, este gesto de bravuconería le permite a Estados Unidos ejercer medidas como la congelación de activos, la negación de visas y el decomiso de bienes pertenecientes al crimen organizado, pero no autoriza invasiones ni cambia fundamentalmente la relación binacional. Sin embargo, en el terreno simbólico, la declaración tiene un peso inmenso: cuestiona la soberanía mexicana y socava la imagen de nuestras instituciones debilitadas en su gran mayoría por la participación de actores políticos que juegan tanto en el aparente marco de la legalidad como de ilegalidad. Y permitir eso es error de nuestro gobierno.
El problema no radica tanto en las medidas concretas que pueda poner en marcha Estados Unidos, sino en lo que estas significan para nuestro discurso político. En lugar de un análisis sobrio de las fallas internas que han permitido el auge del crimen organizado, la reacción nacional tiende a refugiarse en una narrativa victimista. ¿Cómo nos atrevemos a aceptar que un extranjero nos etiquete así?, ¿acaso no es la sociedad del país vecino del norte el que consume la droga?, ¿acaso las armas nos provienen del otro lado de la frontera? Sin duda, no es falso, pero eso no nos exime como país de nuestra responsabilidad verdadera. La indignación patriótica ad hoc es cómoda: desvía la atención de los cómplices internos, de las complicidades políticas y de la incapacidad de los gobiernos de los estados para enfrentar una realidad que los rebasa. Y regreso a las fuerzas armadas, ¿qué papel deben jugar en la maraña?
Martín Luis Guzmán, a través de la tragedia del general Aguirre, nos recuerda que el problema no es el caudillo, sino la sombra que este proyecta en quienes lo rodean. Dicho de otra forma, el problema no es el estado en sí sino los protagonistas radicales [simbólicos] a ultranza que nos muestran lo peor de su naturaleza. Esa sombra, pues, es la que se manifiesta hoy en la relación entre Estados Unidos y México, donde el discurso nacionalista de ambos países oscurece las verdaderas soluciones. En lugar de responder a Trump con estrategias efectivas para combatir al crimen organizado, nuestros líderes optan por las frases grandilocuentes y los gestos simbólicos. Como en el mundo ficcional de Guzmán, la política se convierte en un acto teatral, donde lo importante no es lo que se hace, sino lo que se dice. Les recomiendo ampliamente el libro, la película prohibida durante tres décadas pueden verla aquí: https://tinyurl.com/5n6brswy
II
La coyuntura actual de la política global y el reacomodo de las estructuras de poder están lejos de ser un conjunto de eventos aislados. En realidad, responden a movimientos planificados que buscan desestabilizar lo establecido para favorecer la emergencia de nuevas configuraciones de influencia económica, política y tecnológica. John J. Mearsheimer, sin tapujos respecto a esto declaró que “los líderes se mienten unos a otros y a su propio pueblo porque creen que hacerlo sirve al interés nacional. Y lo triste es que mentir a veces tiene un buen sentido estratégico”. Tomemos como ejemplo algunos de los eventos recientes: la llegada de Donald Trump al poder en Estados Unidos y el papel de figuras como Elon Musk en la redefinición del panorama económico global no hablan de un cambio de paradigmas.
La victoria de Trump, aunque polarizante, cumple un propósito mayor: romper con el esquema insostenible del progresismo demócrata estadounidense. Su retórica disruptiva no solo sacudió a las bases sociales, sino también al sistema económico y político tradicional que había dominado por décadas. Lo interesante aquí no es tanto el impacto directo en la “gente”, sino el reacomodo de la clase económica y su interacción con el sector científico-tecnológico.
En este contexto, figuras como Elon Musk adquieren un rol simbólico. Musk no busca liderar políticamente (como apuestan los medios masivos de EE. UU.), sino que desea reorganizar la visión de un Estados Unidos que intenta preservar su lugar como imperio. Al promover ideas como la colonización espacial, la electrificación del transporte y la inteligencia artificial, Musk construye una narrativa donde el trabajo y el empresariado vuelven a ser pilares del “sueño americano”. Sin embargo, estos esfuerzos también pueden interpretarse como patadas de ahogado de un sistema que lucha por mantenerse relevante frente a un mundo multipolar y tecnológicamente competitivo.
La llegada de López Obrador al poder en México, en su contexto, responde a una dinámica similar: sacudir un sistema que, en su momento, había llegado a un punto de desgaste extremo. Si bien las motivaciones y los impactos son distintos, ambos liderazgos [el de Trump y el de López Obrador] tienen en común el papel de catalizadores de cambio en sistemas estancados.
En este escenario de política estadounidense, el reacomodo económico y tecnológico está estrechamente vinculado. Estamos presenciando una carrera por las patentes y la innovación y la eliminación de regulaciones que marcará las reglas del juego en las próximas décadas. Las decisiones de hoy están empoderando a una nueva clase política que no solo está ligada al poder económico, sino también a la capacidad tecnológica. Esta nueva tecnocracia podría redefinir el curso del mundo desarrollado, mientras que países como México podrían tardar 30 años o más en adaptarse a esta nueva realidad.
Lejos de ser un caos desorganizado, la supuesta ruptura que anhelan opinadores y analistas entre Trump y Musk está lejos de ocurrir, estos movimientos responden a pasos estratégicos para construir un futuro donde la economía y la tecnología se integren de manera íntima con la política. El reto para nosotros, como observadores y actores, está en entender estos procesos no como “desencuentros”, sino como piezas de un tablero mucho más amplio y complejo que está configurando las bases de una nueva era. Hay un rasgo que la gente tiende a olvidar respecto a Trump, éste sabe reconocer cuando existen otras figuras por encima de él, así reconoció a Carlos Slim, y a otros líderes que sabe superiores a él. Por supuesto que Trump es un bully, pero no es un idiota. Respecto a Musk, por supuesto que no puede ser presidente de Estados Unidos, por supuesto que tiene injerencia en la designación de actores políticos en el gabinete de Trump, pero no pequemos de inocentes, el aparato del estado mexicano se solventa también a través del pago de favores a empresarios. Trump no puede romper con Musk por un sencillo motivo, ambos están inmiscuidos en el laberinto que emana de la economía y la política, amibas entre sí.