México se encuentra en una encrucijada histórica. Su posición en el escenario mundial, marcada por un panorama mixto de oportunidades y desafíos, refleja una tensión estructural que no puede resolverse con las herramientas del pasado. Nuestro país necesita una reorganización profunda, un replanteamiento que trascienda las ideologías obsoletas, tanto de izquierda como de derecha, que han atrapado al país en un ciclo de populismo y polarización. Este ciclo, que oscila entre el “ellos contra nosotros”, los “ricos contra pobres” o los “poderosos contra débiles”, perpetúa una dinámica que impide construir un proyecto nacional cohesionado. Es momento de desencantarnos de figuras como Karl Marx o de los mitos revolucionarios del siglo XX de Rusia, China, et al. y de los modelos que, bajo el disfraz de progresismo o conservadurismo, han alimentado divisiones. México debe repensarse desde sus cimientos, no para renegar de su historia, sino para construir un futuro que responda a las complejidades del mundo actual.
Nuestro escenario nacional está atrapado en un péndulo ideológico. Por un lado, el populismo de izquierda, que ha dominado el discurso político desde 2018, promete justicia social, inclusión y soberanía. Sin embargo, su implementación, caracterizada por la centralización del poder, la retórica divisiva y la priorización de proyectos simbólicos sobre políticas estructurales, ha generado resultados mixtos. Sin duda, La pobreza ha disminuido, con 9.6 millones de personas saliendo de esta condición entre 2018 y 2024, según el Banco Mundial, pero el crecimiento económico sigue estancado, con proyecciones para 2025 que apenas alcanzan un 0.1% a 1.5% del PIB. La reforma judicial de 2024, que introdujo la elección popular de jueces, magistrados y ministros, ha sido presentada como un avance democrático, pero su ejecución, con una participación electoral baja y acusaciones de injerencia gubernamental, ha generado desconfianza tanto interna como internacional.
El país ha oscilado históricamente entre proyectos de izquierda, inspirados en la Revolución Mexicana o en el socialismo latinoamericano, y respuestas conservadoras que, en su momento, han coqueteado con modelos autoritarios. La paradoja es que ambos extremos terminan convergiendo en prácticas populistas: la izquierda con su narrativa de lucha de clases, la derecha con su defensa de elites o valores tradicionales. Como resultado, el país queda atrapado en un debate estéril, incapaz de encontrar un punto medio que priorice el bien común sobre las ideologías. Nuestra cultura política es adicta a la destrucción de sí misma.
El desencanto con las ideologías del pasado es un paso crucial para la reorganización de México. Karl Marx, figura central en el imaginario de la izquierda, sigue siendo una referencia para muchos movimientos sociales y políticos. Sin embargo, sus ideas, diseñadas para un contexto industrial del siglo XIX, no ofrecen soluciones completas para los desafíos del siglo XXI, como la globalización o la digitalización. De igual forma, los mitos revolucionarios del siglo XX, desde la figura idealizada de Emiliano Zapata hasta los movimientos guerrilleros, han sido romantizados al punto de convertirse en obstáculos para un pensamiento crítico. La izquierda mexicana debe abandonar la idea de que cualquier crítica interna o externa es una traición o, peor aún, un eco del “fascismo”.
Definiciones necesarias que, en ocasiones olvidamos, el socialismo busca el control de los medios de producción y desea que el estado lo controle todo; mientras que el comunismo aboga por un pueblo sin clases, de propiedad común que acabe con ponerle fin al estado. En ese sentido, vamos en la ruta al socialismo, y no pienso que avancemos más allá de eso, aunque existen figuras de influencia en México que se consideran comunistas… no veo cómo.
Pero retomando la idea de que la izquierda mexicana debe replantearse que cualquier crítica interna o externa es una traición o, peor aún, un eco del “fascismo”, es que planteo lo siguiente: un ejemplo claro de esta rigidez ideológica es el caso del Foro Cultural Alicia en la Ciudad de México. Este espacio, emblemático para la cultura alternativa, enfrentó la interrupción de sus actividades por parte del gobierno de la Ciudad de México entre mayo y abril de este año. La respuesta inmediata de algunos sectores fue calificar la acción como “fascista”, un término que, en el discurso de la izquierda, parece abarcar cualquier forma de autoridad que contradiga sus postulados. Este episodio revela una carencia significativa: la izquierda carece de un lenguaje para autocriticarse sin recurrir a términos prestados de sus adversarios. Si todo lo que desafía a la izquierda es “fascismo”, ¿cómo puede la izquierda evolucionar? Esto denota además una inocencia ideológica de este grupo de la izquierda.
Este vacío conceptual no solo limita el debate, sino que perpetúa la polarización al evitar una reflexión honesta sobre los errores internos. Del lado opuesto, el espectro del fascismo real, entendido como un modelo autoritario de derecha, también debe ser repensado. México no necesita regresar a un conservadurismo rígido que idealice jerarquías sociales o económicas. La derecha mexicana, históricamente vinculada a elites económicas y al clero, ha fallado en articular una visión moderna que integre valores democráticos con las necesidades de un país diverso. En lugar de ofrecer alternativas viables, a menudo se limita a reaccionar contra la izquierda, alimentando el mismo ciclo de confrontación. Hoy, la llamada oposición política al gobierno en el poder no propone nada nuevo en el horizonte, está enclaustrada en un debate sin sentido donde se critican las fallas del poder actual sin reparar en su carente conceptualización y entendimiento del país.
El estado actual de México en el escenario mundial refuerza la urgencia de esta reorganización. En el ámbito económico, el país tiene fortalezas innegables: su integración en el T-MEC, su posición estratégica para el nearshoring y una estabilidad macroeconómica que ha evitado crisis graves. Sin embargo, estas ventajas se ven opacadas por un crecimiento económico anémico, una inversión pública en declive (con una caída del 16.3% en términos reales) y la incertidumbre generada por reformas como la judicial, que han debilitado la confianza de los inversionistas. En el ámbito geopolítico, México busca mantener una postura soberana, como se vio en la participación de la presidenta Claudia Sheinbaum en la cumbre del G7 en 2025. Sin embargo, las tensiones con EE.UU., especialmente en temas de migración y seguridad, limitan su capacidad de maniobra. La inseguridad interna, con 76 homicidios diarios y 121,000 personas desaparecidas, proyecta una imagen de fragilidad que afecta la percepción internacional del país. Además, la centralización del poder y la desaparición de organismos autónomos han generado críticas de organismos internacionales, que ven en estas medidas un retroceso democrático. Peor aún es escuchar a la masa repetir frases sin sentido, prefabricadas, culpando al pasado del desorden del presente. Maldito Ernesto Zedillo, maldito Felipe Calderón Hinojosa, pero la consigna se detiene ahí por la falta de autocrítica, saquen sus conclusiones.
La reorganización de México enfrenta un dilema ético: los valores ideológicos, que a menudo inspiran pasión y compromiso, entran en conflicto con los valores políticos necesarios para gobernar un país diverso. La izquierda mexicana, por ejemplo, defiende la justicia social y la igualdad, pero su enfoque centralizador y su retórica de confrontación pueden alienar a sectores que comparten esos ideales, pero rechazan el autoritarismo. La derecha, por su parte, aboga por la libertad individual y el orden, pero a menudo ignora las desigualdades estructurales que alimentan el descontento social.
Esta paradoja genera tensiones profundas. Por un lado, los ciudadanos exigen soluciones prácticas a problemas como la inseguridad, el desempleo y la educación. Por otro, los líderes políticos recurren a narrativas ideológicas que simplifican la realidad y polarizan a la sociedad. El resultado es una sensación de incertidumbre y ambivalencia, donde los mexicanos se enfrentan a dilemas éticos sin una guía clara. ¿Es posible priorizar la justicia social sin sacrificar la libertad individual? ¿Se puede promover el desarrollo económico sin perpetuar desigualdades? Estas preguntas no tienen respuestas fáciles, y resolverlas requiere una responsabilidad personal y colectiva que trascienda las ideologías.
La reorganización de México debe partir de un principio fundamental: el abandono de las dicotomías simplistas. En lugar de “izquierda contra derecha” o “pueblo contra elites”, el país necesita un proyecto que integre lo mejor de ambos mundos: la justicia social de la izquierda, la libertad y el dinamismo económico de la derecha, y un enfoque pragmático que priorice resultados sobre dogmas. Sin descubrir el hilo negro conceptual, el comunismo solo tiene cabida en el romanticismo de los anárquicos, pero entre ellos también existen líderes y personajes autoritarios.
Toda ideología en sí misma es una forma de locura, el reflejo sin límite de nuestro salvajismo. No hay nada civilizado en el mundo político y es asombroso que nos dediquemos tanto a debatir acerca de quién tiene la razón del bienestar de la sociedad. Por su puesto que no la tengo yo. Y desde el romanticismo de esta columna apuesto por una purga social en contra de la política en nuestro país, es demasiado el resentimiento que existe en los actuales gobernantes, y es inexplicable que deseen la destrucción del aparato que les ayudó a sostener su ideal social. No deseo destruir el país, pero es necesario fracturar las ideologías mezquinas.
Parafraseando a Mary Roberts Rinehart: detesto a esos hombres que envían a la guerra a jóvenes para que luchen y mueran por ellos; el orgullo y la cobardía de esos viejos radica en que la gente aprenda a odiarse. Desacuerdos políticos. No existe un México unido, y es lo más peligroso porque el romanticismo fracasó, el país está en modo supervivencia… ¡Claro que no! Se está transformando… ¡Mueran los privilegios! ¿Quién lo dice? Los nuevos privilegiados… un eterno retorno, valdría la pena una Revolución… pero, para generarla, se necesita coherencia… y la historia nos enseña que nuestra Revolución de hace un siglo fracasó en su espíritu de lucha por la pobreza… y se fraguó un aparato de estado casi centenario. Hoy de nuevo la lucha es por la pobreza, y tenemos un aparato de estado robusto… la historia ya está escrita.