Lázaro Cárdenas del Río, el expresidente mexicano de la primera mitad del siglo XX e ícono de la posrevolución mexicana, declaró que: “la miseria, la ignorancia las enfermedades y los vicios esclavizan a los pueblos”. Es una gran frase que bien puede retratar el presente de nuestro país, por supuesto, todo está a debate y debería estarlo… Así, luego de leer las columnas de opinión y a todos los comentaristas políticos posibles, me di a la tarea de hacer una revisión del primero cuarto del siglo XX de nuestro país en el gran escenario del orbe.
Pienso, sin demagogia, que estamos tan preocupados por las elecciones que vienen, por las contiendas adelantadas a su tiempo; por las luchas internas del partido en el poder y la corrupción que lo acecha, por ejemplo, que olvidamos el tema de mayor relevancia: la construcción del país en el que vivimos. Sí estamos en un momento violentado tanto por el aparato político como por el crimen organizado y el deterioro de las instituciones que se transforman acorde el nuevo régimen. En principio vivimos en un nuevo régimen atendiendo el significado llano del concepto, lo aclaro porque suele ocurrir que se le brinda una connotación negativa a la palabra y genera caos, confrontación y separatismo.
Ahora bien, siguiendo la premisa de Eric J. Hobsbawm: “la memoria es vida. Siempre la llevan consigo grupos de personas vivas y, por lo tanto, está en constante evolución”. México está en evolución. Han transcurrido exactamente 25 años desde que México, en un momento de esperanza democrática que evoca sentimientos encontrados, clausuró el siglo XX con la elección de Vicente Fox Quesada como presidente de México. Aquel dos de julio de 2000 no fue solo un relevo de poderes en el Palacio Nacional, sino el fin simbólico de una hegemonía priista que había moldeado al país durante siete décadas: elecciones donde el resultado parecía predecible, presidentes que operaban dentro de estructuras políticas consolidadas, y una economía estrechamente vinculada a Estados Unidos, con el Tratado de Libre Comercio como eje de una relación comercial que nos convertía en socio manufacturero del mercado norteamericano.
Ese cambio o triunfo democrático generaba un buen augurio para el nuevo siglo. Una madurez política se hacía presente y, como un joven en ese tiempo, estudiando la carrera en filosofía, nos cuestionábamos sobre el proceder de la llamada derecha en el país, y retomo ese momento para nuestro instante, sigue presentándose como una derecha no llega a ser de “extrema” como desean presentarla los políticos de izquierda de antes y de hoy. El panismo, en mi opinión, está más apegado a la construcción del capital y al fortalecimiento conservador-costumbrista que no llega al extremo ideológico nacionalista; no veo la extrema derecha por ningún lado. Existe más un nacionalismo exacerbado, por lo menos en discurso, del gobierno actual que históricamente del panismo.
Así pues, entrábamos al XXI con la promesa de un México plural, moderno, insertado en el mundo como un actor con mayor autonomía. Fox nos ofreció la propuesta de un “cambio sí, pero con ternura”, y por un momento, diversos sectores del país [desde intelectuales urbanos hasta comunidades rurales en las sierras de Oaxaca] creyeron que la alternancia traería renovación a un sistema marcado por el corporativismo y la limitada rendición de cuentas. Empero, 25 años más tarde, aquí estamos contemplando un panorama complejo de transformaciones y desafíos persistentes, un país que se dice transformado por cuatro momentos históricos fundamentales [la independencia de Hidalgo, la reforma de Juárez, el cardenismo de los años 30 y el movimiento obradorista de los 2010], pero que enfrenta fracturas estructurales que requieren atención urgente.
Considero que el cambio de régimen es positivo en toda su extensión, pero éste conlleva un pecado original en su concepción: no entregar el poder. En su momento fui servidor público, colaboré con el gobierno federal, estatal y municipal, puedo comprender la resaca del mínimo poder que ejerces y también entiendo que la gente se niegue a perder los beneficios del puesto mismo. Reparo en esta parte: cuando el gobierno en el poder habla acerca de los privilegios podemos, ahora sí, criticar justo la pasión por lo privilegios que gran parte de sus miembros en el poder disfrutan. Entiendo que la presidente Claudia Sheinbaum apuesta por una restructuración de los aparatos del gobierno mismo: no reelección, y sumaría un descanso obligatorio para familiares y actores políticos que detenten el poder por el momento, eliminando la carrera continua. Un descanso que permita la renovación generacional es necesario. Cuando hablamos de los jóvenes que huyen de la política, hablamos justo de algo tan básico como esencial: huyen del pasado que no los representa, y ese pasado para ellos lleva radia en 15 años de distancia entre figuras. Reitero, esto sería acabar con los privilegios, señora presidenta.
Aunque México ha avanzado en materia de igualdad, según datos de la OCDE al 2024 [con un incremento notable en la incorporación de mujeres al mercado laboral y reformas importantes en la legislación del trabajo], las brechas de oportunidad persisten como uno de los desafíos más urgentes del país. La desigualdad no solo se mide en cifras económicas, sino en las barreras cotidianas que millones de personas enfrentan para acceder a una vida digna allende los apoyos económicos a mansalva por parte del gobierno en turno. Paralelamente, y reniego de esta obviedad, es fundamental mejorar la calidad de la educación para que los mexicanos desarrollen las competencias que demanda una economía tecnológica ya en constante transformación; y este tema en particular está por demás ideologizado y es una burla en contra de nuestros propios hijos y las demás generaciones que ingresan ya a la educación preescolar. Sí he revisado los programas académicos de los niños, vaya tengo un hijo en secundaria, y los libros gratuitos de la Secretaría de Educación Pública, son instrumentos de ya no de ideologización sino de conformismo crítico. “los vicios esclavizan a los pueblos”, declaró Lázaro Cárdenas, y la ideologización de nuestros hijos por el estado es un vicio que no puede permitirse. La tecnología no entiende de izquierda o derecha, y es el destino común del futuro.
¿Qué ha sido de esos primeros 25 años? ¿Hacia dónde nos conduce la dinámica política en este primer año de Claudia Sheinbaum, que hoy, a un año de su toma de posesión, presenta cifras de popularidad notables [alrededor del 79% según encuestas de agosto] pero con desafíos institucionales que ameritan escrutinio? Es hora de una reflexión como brújula para navegar el resto del siglo. Porque el XXI es un escenario multipolar donde México, por primera vez en su historia moderna, podría consolidarse no como una potencia sino, por lo menos, como un país ordenado. Me niego a hablar de ser potencia cuando no existe un orden generalizado que conlleve a la explotación real y benéfica de los recursos con los que el país cuenta. Si nuestros grandes logros es recibir remesas por 60 mil millones de dólares al año de parte de nuestros connacionales que viven en Estados Unidos, estamos destinados a ser subordinados, a perder la oportunidad de formar parte de la inteligencia artificial y las guerras comerciales. No podemos engañarnos con convertirnos en potencia sino apenas con ordenar el caos absoluto que reina en nuestro país.
Me detengo en este aspecto del caos: cada país es fiel a un espíritu cultural, desde la filosofía hablamos de un ethos de los pueblos: pensamos que Alemania es estructurada, que Francia es crítica en su pensamiento político, que Estados Unidos es un imperio por su producción de mediados del siglo XX, que Japón es ejemplo de disciplina y tecnología; por contraparte, Latinoamérica al igual que la África negra

