Aunque los estudiosos de nuestra historia urbana afirman que el malinchismo nunca ha dejado de estar presente en las vidas de los capitalinos, también coinciden en que la imitación de las costumbres extranjeras ha variado de acuerdo a las épocas.
Antes de que las modas del país del norte nos ahogaran por completo en esa "moderna pachuquez" (tan bien descrita por el señor Paz en el Laberinto de la Soledad ), desde principios de los años 40 ya había claras muestras del fenómeno que profetizaba un reconocido sociólogo y que puede hoy contemplarse en la ciudad, es decir: la clase media imita las costumbres gringas; la clase alta aspira a hacer de sus vidas una extensión de Europa en el tercer mundo... todo al final, nada más que cursilería, malinchismo, racismo y negación, disfrazados de "buen gusto".
Los salones de té, changarritos floripondios que comenzaron a proliferar desde la primera mitad del siglo XX en colonias como la Roma, la Juárez y la Cuauhtémoc, fueron una clara muestra de que, para imitar las ocurrencias sajonas, los chilangos nos pintamos solos.
Entre algunas familias de abolengo y otras que aspiraban a codearse con la crema y nata, se puso de moda por esa época la famosa "hora del té", una costumbre importada del viejo Londres, en donde el famoso reloj Big Ben suele avisar por las tardes la hora exacta para tomar un descanso y departir con los compadres. Lo malo es que como aquí lo más parecido es el reloj de la Catedral y está muy lejos, todas las doñas y relamidos catrines, tenían que crear con pura fuerza de voluntad, la ilusión de que se encontraban en el viejo continente.
No era que fuera motivo de crítica el montar un negocio con cierta "atmósfera", pero algunos con el hígado sensible para aguantar ridiculeces no soportaban el que algunos changos, sin ser extranjeros, hasta presumieran su inglés y su francés, adoptando dichas lenguas para sus charlas de té.
Antes de que la Zona Rosa fuera bautizada con ese nombre, un agudo cronista describió en varias ocasiones algunas de las humorísticas tardes dentro de un popular salón de té muy visitado por las esposas de los empresarios y funcionarios. El susodicho comentaba: "Darse una vuelta por este lugar es como entrar en el escenario de una farsa cómica. Desde temprano ya se aparecen con peinados de salón y adornadas con joyas, Las Cuquis Villarreales, Las Fifís de la Garza y Las Anabelas de la Dolce Vita. Todas ellas, pertenecientes a ese México inexistente donde la pobreza ajena se mira con desdén y donde tan sólo faltaría una escenografía falsa en la ventana que mostrara a la torre Eiffel o al Big Ben, para esfumar cualquier indicio de complejo tercermundista".
Los salones de té fueron reemplazados con los años por las cafeterías y las fuentes de sodas, y aunque el malinchismo sobraba, la costumbre inglesa de tomar el té por la tarde no se arraigó mucho en el gusto de los citadinos.
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