Caminando por el parque San Lorenzo de la colonia Tlacoquemécatl Del Valle, me encontré con un par de tumbas que bordean el antiguo templo, también de San Lorenzo, construido en 1618 y que alguna vez fue la construcción principal del cementerio que funcionó hasta principios del siglo XX y que posteriormente sería desmantelado por el regente de hierro Uruchurtu.

Muchos de los vecinos que hoy pasean con sus perros por este sitio, ignoran que al recorrer las isletas de pasto y árboles están pasando prácticamente por antiguas tumbas, pues si bien muchas fueron trasladadas al cementerio de San Lorenzo Tezonco, al menos una tercera parte se quedó para siempre en los terrenos.

Este cementerio y la capilla de San Lorenzo, cuya festividad es cada 10 de agosto, fueron testigos de las dos grandes epidemias de cólera que vivió el país, la de 1933 y la de 1950.

Por su localización alejada del primer tramo de la ciudad, este lugar se convirtió en el depositario de muchos cuerpos de niños, jóvenes y adultos que murieron en las dos terribles oleadas pandémicas del siglo XIX y que dejó una profunda huella en nuestra historia urbana.

En esos tiempos, en la segunda oleada de 1850, no solo templos como el de San Lorenzo sino todos en la ciudad se llenaron de rezos y la incredulidad fue la primera reacción de los capitalinos cuando aquella amenaza que tanto temieron volvía a repetirse tomando por asalto a la capital.

Aquella sequía que a mediados del siglo XIX azotó a todas las colonias del valle de México y que duraría casi 36 meses, sería sólo el comienzo de lo que los cronistas llamarían “El año de los muertos”.

1850 sería marcado también como el año de la escasez hídrica y por ende, la falta de higiene, provocó que la grave epidemia de cólera se extendiera peor que la primera.

Tras varias semanas de sed en la que todos los pozos se secaron y los acueductos dejaron de surtir el vital líquido, la primera señal de alarma fue cuando los dispensarios médicos comenzaron a llenarse de niños, mujeres y hombres que presentaban los mismos síntomas: fiebres altas, diarrea incontrolable, debilidad y, en algunos casos, graves delirios.

En la bitácora de diagnóstico de un galeno de esa época puede leerse: “Madre e hija presentan decaimiento generalizado y un estado de irrealidad que no les permite estar de pie un solo instante. La fiebre, acompañada de sudoraciones y dolor de estómago es similar a los muchos casos declarados por los hospitales de la Beneficencia Pública”.

Como medida sanitaria de emergencia, el Ayuntamiento ordenó la cuarentena de las personas que hubiesen estado en contacto con los enfermos; sin embargo, en unas cuantas semanas, tanto los médicos particulares como los hospitales tiraron la toalla al verse imposibilitados a atender a cientos de infectados que llegaban hasta sus puertas.

Varios conventos e incluso teatros tuvieron que abrir sus puertas para atender a los enfermos. Algunos médicos instaron a las autoridades a levantar carpas en terrenos de la periferia con la idea de alejar lo más posible el foco de infección.

Sin embargo, aunque ya existían antecedentes sobre el tratamiento de la enfermedad después de la terrible pandemia de cólera que había azotado a Guadalajara en 1933 y después de registrarse el primer caso en la ciudad el 6 de agosto de ese mismo año, la mayoría de los médicos y voluntarios desconocían la enfermedad y muchos resultaron infectados por sus pacientes.

Las autoridades, con la ayuda de un galeno que años antes había atendido personas durante un brote en Cuba, barrió parejo y repartió octavillas informativas tanto a ciudadanos como a doctores donde especificaba la sintomatología y las medidas de higiene y prevención.

No obstante, en un México bravo donde era común bañarse sólo una vez a la semana y las obras de drenaje apenas si llegaban a las colonias de abolengo, casi nadie relacionaba la falta de agua con el brote de la epidemia y muchos hacían caso omiso de esas excentricidades difundidas por los médicos que exhortaban a hervir el agua y lavarse las manos, entre otras medidas.

Más de dos mil muertos registrados (y otros tantos de los que jamás se sabrá) dejó en unos cuantos meses aquella epidemia en el valle de México. Para noviembre de 1850 seguían apareciendo casos aislados y los cronistas coinciden en que el dolor de las familias que perdieron a alguno de sus seres queridos, aunado a la solidaridad de los capitalinos añadieron gran dramatismo a la celebración del Día de Muertos.

En las clínicas, casas, escuelas, oficinas de gobierno, iglesias y en todo sitio donde hubiera un ausente, las ofrendas, aún con la posterior depresión económica, fueron decoradas con gran abundancia y en cada una se colgaron recuerdos de los niños, hombres y mujeres caídos.

Y aunque muchos dicen que la muerte sólo nos muestra su rostro poético cuando se sosiega la tristeza, algunos viajeros anotaron que, al recorrer las calles oscuras de los barrios, el parpadear de las veladoras atestiguaban el luto general de la ciudad y asemejaban “una constelación de estrellas que oradadas al recuerdo de los muertos, lloraban lágrimas de cera por su cruel partida”.

Hoy el templo de San Lorenzo, declarado monumento nacional desde 1930, es un testigo majestuoso de muchos pasajes oscuros y luminosos de nuestra historia, sin embargo, entristece que el parque donde se encuentra en la colonia Tlacoquemecatl Del Valle, sea uno de los más descuidados de la Alcaldía Benito Juárez.

Cerros de basura se acumulan cada fin de semana en el área de sus canchas de juegos, producto de grupos de niños y niñas scouts que lo han tomado como su punto de encuentro y dejan los botes y bancas llenos de basura, a veces, con cajas de pizzas y sobras de comida que están en descomposición hasta por 72 horas.

Las áreas de pasto también se encuentran devastadas porque son usadas para las mismas prácticas de los niños exploradores, eso sin contar que entre semana el parque es el comedor preferido de los oficinistas que trabajan en la decena de grandes edificios cercanos, quienes dejan colillas, basura y desperdicios, mismos que aunado a las bolsas de las mascotas, hacen que el pequeño parque sea uno de los más apestosos de la ciudad.

Hace falta que la Alcaldía Benito Juárez ponga manos en el asunto y duplique los turnos de limpieza, jardinería y levantamiento de desperdicios para este pequeño islote histórico que ha sido secuestrado por la modernidad.

Ya ni hablar de los viene viene que esconden sus cubetas y garrafones de plástico con los que apartan lugares en los matorrales del mismo parque, incluso traspasando el perímetro de monumentos como el del famoso ahuehuete de centenares de años apodado El Guapo y que se encuentra enrejado para su conservación. En fin, un poco de respeto a la historia y a los lugares, como éste, donde descansan los restos de antiguos mexicanos, no estaría mal.

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