Nada más había que verlos en alguna de las muchas fiestas que se organizaban durante el mes patrio en las calles y plazas públicas, para que el corazón se alegrara con las luces y chispas que reguileteaban entre las varas de carrizo y perseguían en medio de las carcajadas de la multitud a algún compadre despistado que le temía a los fogonazos de cohetón.

Curiosamente, una de las más memorables actuaciones de los llamados toritos, personajes indispensables de las ferias populares en todo el país, no fue durante el mes de septiembre, sino el 18 de noviembre de 1824, fecha cuando se decretó la creación del Distrito Federal como sede de los poderes del Estado.

En esa ocasión, más de 40 toritos cargados de luces animaron a los capitalinos en una berbena pública donde corrió el pulque y los antojitos, y donde según las malas lenguas, más de un alegre compadre terminó con el pelambre chamuscado a causa de ese batallón de chispas que iluminó nuestra plaza central.

Durante muchos años el oficio de torito se limitó a los chalanes, hijos y sobrinos de los expertos en pirotecnia que alegraban con sus artes las fiestas del llamado México bravo; sin embargo, cosa curiosa, durante la época colonial la tradición se extendió y hasta los sacristanes de las parroquias se colocaban sobre la crisma aquel carricoche de varas al que en lugar de los motivos taurinos le colocaban el mascarón del chamuco, por aquello de asustar a los paganos que se querían salir del guacal.

Con el paso de las décadas, septiembre se convertiría en el principal mes de actividad para los toritos, y gracias a la facilidad con que se obtenía pólvora y cohetones en los mercados populares, la costumbre ampliaría su lista de practicantes, mismos que iban desde los adolescentes de barrio, pasando por los saltinbanquis ambulantes, hasta aquellos sofisticados mercachifles de la rimbombancha amparados por el antiguo ayuntamiento.

Antaño las fiestas patrias no se tomaban a la ligera en un México que intentaba librarse del complejo colonial, por eso, cuando los calendarios marcaban el noveno mes, la capital entera estallaba en el festejo y durante cuatro semanas los motivos nacionales, la música y el tlachicotón corrían desde las garitas de Santiago y Peralvillo hasta San Lázaro, y desde San Antonio Abad y la Piedad hasta Belén y San Cosme.

No era raro encontrar en la calle principal de cualquier barrio a algún chamaco que había construido su propio torito y que hacía negocio con sus compañeros de la cuadra pidiéndoles cooperacha para encender la mecha.

El mismo sistema fue instaurado con el tiempo por los pirotécnicos ambulantes en la víspera del 15 de septiembre y en los días de cruda posteriores. Primero cucaban a la gente de la plaza con gritos como ¡No le saque, viene el torito! Y una vez que habían logrado conformar una bonita muchedumbre, algún chalán pasaba el sombrero y decía: Coopere pa’ la polvora y el cohetón patrón.

Una vez que se juntaba una morralla respetable se daba la señal al mechero para encender el primer torito del día y por dos o tres minutos la calle se convertía en una gran caja de música humana donde los ecos de las risas, las carcajadas y los gritos ahogaban todos los lamentos y tristezas. Por un instante el gran sol en llamas del torito proveía de calor a los espíritus de los paisanos y por un instante todos volvían a ser aquel niño que se sorprendía ante los destellos multicolores.

Debido a los simbolismos que se desprendían de la corretiza que propinaba el torito, fue inevitable que en los tiempos más negros de la patria la tradición se politizara. Se cuenta que durante la oscura gestión de Victoriano Huerta, en una jamaica organizada en la lejana calle de las Moscas, cercana al templo de la Soledad, los coheteros, a riesgo de ser encarcelados, colocaron en el armatoste de carrizo, además de dos grandes cuernos, la efigie de cartón del dictador.

Fue así como además de deslumbrar, la quema del torito servía para el desquite y con el paso de los años se añadieron las máscaras de la suegra, del maestro pegón, del gendarme mordelón de la cuadra y del político en turno. Nada más aterrador que ser perseguido por las llamas de aquellos personajes.

Hoy la tradición se defiende, aunque con el control pirotécnico que se ejerce en la capital los toritos ya son casi exclusivos de las festividades de provincia. Sin embargo, hubo una época cuando en cada barrio el olor a pólvora y carrizo quemado caracterizaba al mes de septiembre y la algarabía se alargaba durante sus 30 días manteniendo la quizá ingenua ensoñación por una patria mejor.

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