Ir al dentista en pleno siglo XXI en México se ha convertido en algo similar a lo que durante unos años era subirse a un taxi escarabajo sin placas en la ciudad de México. Uno no sabía si el chofer iba a ser honesto, un estafador o incluso un señuelo de asaltantes que terminaran con nuestra vida (como lamentablemente ocurrió en muchas terribles historias a lo largo de los años).
Lo cierto es que sin ninguna regulación por parte de nuestro gobierno, en el universo actual de los dentistas en territorio nacional, uno encuentra desde el doctor dedicado que cobra lo justo, los aprendices que por lo general hacen sus peligrosos pininos en el sector de salud pública, los dentistas fifís con lujosos consultorios que prometen sonrisas que “emulan a las estrellas de la TV” y cuyos tratamientos salen en decenas y hasta cientos de miles de pesos, así como los llamados dentistas pirata, que muchas veces ni título formal ostentan y que han causado muertes en sus consultorios, algunas de ellas de menores de edad por la mala aplicación de anestesia.
A todo este estremecedor panorama se ha sumado una nueva forma de estafa al público mexicano a través de las supuestas clínicas dentales especializadas, algunas de ellas con sedes en centros comerciales y colonias de alto poder adquisitivo, donde con bonitos folletos y fotografías con modelos vestidos con bata que parecen sacados de la página de la falsa psiquiatra Marylin Cote, ofrecen “planes integrales” de seguros dentales tanto a particulares como a empresas para beneficio de sus empleados.
Algunos trabajadores del sector privado que acuden a dichas clínicas con la promesa que su empresa absorbe parte del seguro, se ven envueltos en una estafa mayor donde los dentistas le inflan cualquier padecimiento y le crean su supuesto plan integral personal con tratamientos e intervenciones que a veces superan los 150 mil pesos.
Todas éstas malas prácticas, como ya lo mencionamos, no tienen ninguna clase de regulación por parte de las autoridades mexicanas que deberían de proteger a los ciudadanos y cuyos sueldos pagamos con nuestros impuestos.
Sin embargo el purgatorio que se vive en la salud dental en México es resultado de casi cien años de subdesarrollo y prácticas primitivas en el apoyo a la salud en general en México. El hecho de acudir al dentista durante la primera mitad del siglo XX era un privilegio casi exclusivo de las clases privilegiadas, aunque por supuesto, existían algunos charlatanes que parecían salidos de un catálogo de torturadores de la Edad Media y que se convertían en la única opción de los humildes cuando la mazorca causaba dolor.
Lo más curioso es que en esos días, antes que iniciar un programa de salud dental, las autoridades preferían gastar sus presupuestos en apoyar campañas tan excéntricas como la de Higiene Pública (en la que damas de alcurnia les decían a los habitantes de ciudades perdidas la forma de lucir elegantes), o la cruzada del Chisguete de la salud (que reunió a decenas de voluntarios para chisguetear con vitamina C las bocas de los capitalinos, dizque para evitar la propagación de la gripe).
Lo cierto es que aquellos que no contaban con recursos económicos no tenían ninguna opción cuando una muela les pasaba la cuenta o algún diente se les rompía y pasaban a formar parte de las filas de los chimuelos eternos.
Sería hasta finales de los años 50, cuando a las autoridades de salud se les prendería el foco y creerían conveniente iniciar un programa de apoyo dental para personas de escasos recursos. Muchos afirman que aunque el inicio de la campaña fue anunciado en el año de 1958, tan sólo en el papeleo y en el buscar a posibles voluntarios (la mayoría pasantes sin experiencia), se tardaron casi año y medio para iniciar algunas actividades en apartadas colonias, ahí donde por muchos años el único dentista fue el hilo amarrado a una piedra.
En algunas clínicas y hospitales cercanos a las zonas de mayor necesidad, se instalaron consultorios provisionales, aunque a veces, las consultas se realizaban en plena calle, en módulos armados con una mesa, una silla, una cortina y la ayuda de la luz del sol.
Algunas fotografías de la época llegaron a capturar las largas filas de personas que acudían a consulta y que incluso llevaban a los voluntarios algún modesto pago, como un refresco, una torta, etcétera.
No obstante, al poco tiempo de que las loables acciones empezaran, los voluntarios comenzaron a quejarse de que no eran provistos con los utensilios y el material necesario para realizar sus curaciones. La dotación de analgésicos y otras sustancias para calmar el dolor era inexistente, eso sin contar la higiene de los instrumentos que después de la segunda o tercera consulta daba mucho que desear.
Como en esos tiempo, la mayoría del equipo y medicamentos para odontología era importado, triplicando así los costos para todos los consultorios del país (un cuento que hoy continúan aprovechando muchos dentistas para cobrar un ojo de la cara), comenzó a correr el rumor de que los responsables de poner en marcha el programa habían hecho mal las cuentas y que al cabo de unos meses su presupuesto se había terminado, sin miras de obtener más fondos a corto plazo.
Así, igual como llegaron, a los pocos meses, los voluntarios fueron desapareciendo, así como los módulos de atención, dejando a cientos de personas otra vez en el abandono y sin más remedio que volver a amarrar el hilito en la piedra.
Hoy se dice que quien encuentra a un dentista honesto encuentra un tesoro, en medio de una industria dental voraz donde prácticamente se cobra hasta la risa, traducida en radiografías, endodoncias, prótesis, amalgamas, blanqueamientos y un largo etcétera. Un dentista honesto, porque los hay, representa casi un héroe que lucha por dignificar una profesión de servicio que ha sido secuestrada por quienes ven en los pacientes solo recursos económicos o ganado en una industria de miles de millones de dólares anuales. Muy bien por nuestra modernidad en el siglo XXI.