Esta frase pintoresca se la escuché a un vendedor de coronas de catrinas a principios de este mes durante el ya tradicional desfile del Día de los Pandas… perdón, del Día de Muertos, heredado por la franquicia de James Bond en el centro de la ciudad.
“Cualquier borlote es jale” es una frase que debería ser acuñada en bronce y puesta bajo una estatua para conmemorar el Día del vendedor ambulante, de esos que no perdonan ni un concierto, ni un mitin, ni una manifestación para vender sus productos fabricados al alimón. Por cierto, en la tan denostada marcha de la Generación Z, tampoco perdonaron el lucrar con mercancías con el símbolo de la calavera con sombrero de paja, surgido de la famosa serie One Piece, que supuestamente ha inspirado a los chavos a cambiar al mundo.
En el pasado, a mediados del siglo XX, tampoco importaba si en la Arena México había un encuentro de máscara contra cabellera o un auditorio donde se celebrara un congreso de dentistas alérgicos a la halitosis, los amos del medio tiempo aparecían siempre oportunamente para surtir las banderas, los logos, los sándwiches, tamales, refrescos, dulces y cacahuates que amenizaran tanto el espectáculo como el bostezante simposio.
Sería en la famosa revista de investigación llamada Presente, que apareció a finales de los años cuarenta, la que por primera vez hablaría acerca de las mafias de vendedores ambulantes especializados en estados, auditorios, teatros y similares.
No había fritanga o botana que los susodichos no pudieran surtir, con la excepción de que un muégano que en la tienda valía 20 centavos, ellos lo daban a peso, y una triste torta con imitación de jamón podía cotizarse hasta por el triple de su valor.
Antes de que los diversos recintos contaran con su propia mafia para otorgar concesiones, los vendedores tenían que someterse al visto bueno de los líderes que designaban el territorio de sus huestes.
Si se anunciaba, por ejemplo, una pelea de box en la que se jugara el título, los interesados en surtir las fritangas podían apartar su puesto hasta con semanas de anticipación, previo abono a las arcas de uno de los gangsters, entre ellos Antonio Mendoza, cuya base de operaciones se encontraba en la colonia Obrera, y de quien se dice que controló con mano dura a los ambulantes por casi una década.
Según un reportaje de esos años, el mencionado mafioso era de humores y colocaba en los mejores sitios sus compadres y confinaba a quienes lo sacaban de quicio a las no tan lucrativas carpas de barrio.
Con el tiempo, el negocio se extendió a las salas de cine. Algunos recintos populares permitían la entrada de vendedores externos a mitad de la función. Y fue con ese pretexto que se inició también la venta de recuerdos de las películas en cartelera, mismos que eran fabricados a la limón y con ingenio mexicano en algunos talleres y bodegas de la Candelaria de los Patos, con materiales de no muy buena calidad.
-Oiga señor ¡mire nomás! No tiene ni cinco minutos que le compre estos monos del Mago de Oz, y a la Dorotea ya se le despintaron los chones, al león cobarde se le cayó la nariz y al espantapájaros se le salió todo el relleno... señor ¿me oye? Señor... espérese, no se vaya.
Para 1952, el Departamento del Distrito Federal anunció una nueva ley que prohibía a los vendedores entrar sin estar afiliados a los recintos de espectáculos. Las protestas no se hicieron esperar, e incluso, como en el caso de la foto que hoy presentamos, algunos vendedores interrumpían las reuniones de la Comisión del Trabajo para protestar por la medida.
Sin embargo, aun cuando habían sido echados de las salas, auditorios, teatros, plazas y estadios, en menos de un año el negocio se reorganizó haciendo uso de la vía pública afuera de estos mismos lugares y plantando la semilla para el ambulantaje que hoy todos conocemos y convertido en el estandarte político que los mueve como piezas de ajedrez para los mítines de las campañas.
Mientras tanto, continúa sorprendiendo la rapidez con la que se maquilan los souvenirs y mercancías para cualquier evento. Solo basta darse una vuelta por los alrededores del famoso Corona Capital, por la explanada del Auditorio cuando hay concierto de alguna estrella o lo mismo en el Pepsi Center del World Trade Center.
Sobre este último, aún recuerdo cuando hace más de una década escuché a un vendedor del Eje Central hablar por teléfono con su proveedor y decirle que le tuviera listas unas cincuenta gorras para el concierto de una tal Rana del Rey.
“Pues no sé quién sea, pero dicen que vende mucho; tú tenlas listas para el viernes”. Recuerdo que después del ataque silencioso de risa, casi estuve tentado a decirle que el nombre estaba mal, que no era “Rana”, sino Lana del Rey. Pero el diablo que en mi mente se pelea contra el ángel me instó a callarme.
Aquel viernes del concierto de la famosa cantante me di una vuelta por el Pepsi Center y cuál no sería mi sorpresa cuando en un puesto instalado en el suelo me encuentro una gorra con el impreso “Rana del Rey” y que tenía a un sapito con una corona. Al preguntarle al encargado si eran de broma, me respondió: “Hubo un error con el proveedor, pero igual se están vendiendo, la gente se las agarra de cotorreo. Llévela joven, en unos años van a ser de colección”. Todavía tengo la gorra de recuerdo en mi estudio.
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