Hablar de carbón y recordar a los carboneros mexicanos, tiene en este invierno de finales de 2024, mucho sentido. Usted se preguntará, estimado lector ¿porqué?

Pues resulta que Alemania, aquel país portento de desarrollo y economía, regresa en este invierno al uso del carbón para sobrevivir al invierno. Si, no le miento. Al igual que México en el siglo XIX los principales almacenes ya comenzaron a surtir bolsas de carbón, los comerciantes de pequeños predios lo despachan igual que aquí hace 150 años y hasta hay comunidades donde se están vendiendo los famosos farditos de tela con barras de carbón igual que en las fotos antiguas de nuestra nación.

¿Porqué? Pues resulta que a causa de la guerra de Ucrania y el hecho de renunciar al gas de bajo costo que ofrecía Rusia, el gobierno Alemán y su agenda verde han hecho que el país caiga en crisis. Como dice nuestro querido maestro Alfredo Jalife, a la agenda verde no se le puede ideologizar. Es necesaria, pero no suficiente para cubrir el abasto energético de un país, sobre todo en la región europea donde se dan los inviernos más crudos.

Aquí en México hemos recordado en otras ocasiones cómo en lo que hoy se conoce como la delegación Cuajimalpa, se encontraban los ranchos de carbón a donde los vendedores del valle de México acudían a surtirse del producto que ofrecerían de puerta en puerta, en las plazas públicas y en los mercados de las distintas colonias.

En una época fueron figuras tan comunes en las calles de la Capital, que casi se comparaban con los modernos gaseros o los compadres de la compañía de Luz y Fuerza.

Con sus rostros y ropas manchados de tizne y sus grandes pacas que no alcanzaban a contener su negra carga, los carboneros surtieron durante más de un siglo el calor a las estufas, comales y hornos hogareños, convirtiéndose, hasta pasada la primera década del siglo XX, en personajes indispensables para los barrios, atrapados siempre en la ambivalencia de ser discriminados por su sucio aspecto, a la vez de solicitados por la utilidad de su mercancía.

Los expertos coinciden en que estos comerciantes se cuentan entre los más antiguos de la ciudad, y que los primeros llegaron de la vieja España para surtir a los ciudadanos de la Colonia de uno de los pocos medios energéticos conocido entonces.

Según las bitácoras de viajeros, se podía distinguir la prosperidad de estos comerciantes por la forma de transportar o comerciar su producto. Los más pobres debían cargar todos los días con pesado costales, casi siempre ayudados por todos los miembros de su familia y ofrecerlos bajo el otrora famoso grito de ¡Farditos a reaaal!

Los carboneros de ingresos intermedios ya podían darse el lujo de cargar varios kilos en un carretón jalado por burro, mula o caballo; mientras que los más establecidos ya contaban con algún local a donde los dueños de restaurantes y fondas mandaban a sus mozos diariamente por varios paquetes para mantener calientes las ollas.

A causa de la dura competencia, los carboneros con más clientela eran los que lograban conjuntar un buen número de compadres con ayuda del albur y el comentario ocurrente, costumbre que desde el siglo XIX les dio fama de peladitos entre los paisanos con oídos más castos de esos tiempos.

-No se achicopale mi amigo, acérquese que mis bultitos no muerden... carbón del bueno para comales jariosos... prende más rápido que una chamaca enseñando el tobillo... llévese dos kilos y le regalo su pilón.

Frases como: “hablas como carbonero” o “estás más sucio que el fardo de un carbonero” se hicieron comunes en el argot colonial. A veces, hasta se les colgaba injustamente la etiqueta de malas personas y la frase “Con la conciencia más negra que un carbonero” salía a relucir.

Poco antes de las famosa Fiestas del Centenario con las que Don Porfirio se alzó el cuello ante la sociedad afrancesada de su tiempo, todos los carboneros que ofrecían su producto en la vía pública fueron retirados por los gendarmes con cachiporra en mano; después de todo, su aspecto humilde contrastaba con la imagen de prosperidad y modernidad que el dictador trataba de mostrar a sus muchos invitados extranjeros.

Lo malo es que el Ayuntamiento se valió de la medida para en adelante otorgar permisos especiales a las distribuidoras más importantes de carbón y algunos provisionales a los ambulantes que cumplían rutas por las distintas colonias.

Como los documentos debían ser solicitados mediante un escrito, aquello mantuvo por un tiempo un próspero negocio para los evangelistas que redactaban los textos para aquellos pobres mercaderes que no sabían leer ni escribir, y que además debían cumplir con una cuota para renovar el papel cada determinado tiempo.

Poco a poco los tianguis se convirtieron en el refugio de los carboneros, quienes vaciaban en el suelo un cerrito de mercancía y lo despachaban en cucuruchos de papel periódico a ojo de buen cubero.

Por esa época, el ingenio mexicano produjo unas pequeñas estufitas de carbón fabricadas con latón que fueron la salvación para los más humildes, lo cual mantuvo el negocio andando por varios años más; aunque con la llegada de los cilindros de gas, el mercado se redujo casi un 90 por ciento, perdiendo a la clientela de las viviendas y concentrándose en los comerciantes ambulantes de las plazas y mercados que conservaron la costumbre de cocinar con este método.

Todavía a finales de los años sesenta había en algunos mercados de abasto popular, puestos que ofrecían carbón en los mercados, e incluso en la actualidad no falta el marchante solitario que emulando a sus antecesores, carga un costalito con carbones para surtir a los puestos de fritangas. Apenas hará unos seis meses que este columnista se topó con uno de estos personajes en un tianguis ambulante. Su aspecto era como una ventana al pasado: pantalón de percal, sombrero, huaraches y bultitos de papel de estraza sujetados con una red de mecate... 15 pesos por paquete. Quizá la última generación que existirá de una casta de mercaderes que durante más de tres siglos llevó el calor a los hogares del valle de México.

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