Cuando ocurría el sismo de 1985 yo teníaa solo 2 años y aunque muchos no me creen, recuerdo haber estado en las escaleras de mi casa en Zitácuaro, Michoacán, sujetándome del barandal viendo cómo todo se moví­a y escuchaba los gritos de una de mis tías diciendo que estaba temblando. Así­ fue como conocí­ lo que era un temblor y al no tener televisión, conocí­ las historias de dicho terremoto a la distancia de los años. Hemos hecho simulacros y de vez en cuando ha temblado en Toluca, donde ahora radico, pero afortunadamente siempre se habí­an sentido muy leves. Al evacuar los edificios escuchaba risas y un ambiente "relajado" pero esta vez fue diferente.

Era el 19 de septiembre, traíamos a flor de piel el homenaje a los fallecidos 32 años antes y la sacudida esta vez nos parecí­a abrir una vieja herida. Esta vez no hubo risas, había caras de pánico y de hacer todo bien para ponernos a salvo ante algo que esta generación Millenial nunca habí­a experimentado. Al manejar por las calles de Toluca veía árboles caídos, cristales rotos, pero las noticias y redes sociales nos alertaban de algo que no esperábamos.

Al día siguiente recibí­ una llamada de un amigo donde me pedía ayuda para Ocuilán una población que me queda a 45 minutos de casa, así que decidí ir a ver lo que sucedía. No pudimos llegar por la ruta marcada por el GPS porque la carretera estaba con toneladas de tierra y rocas que la habían bloqueado. Cambiamos entonces el plan y nos dijeron que podíamos llegar por Joquicingo, una población que queda a 30 minutos de nuestra casa.

Ver las imágenes era desgarrador, casas derrumbadas con las personas afuera, personas que lo habí­an perdido todo pero al mismo tiempo, todos los civiles, mensajeros de una gran solidaridad que parece estar dentro del ADN de los mexicanos solo detonable ante la tragedia - pero que independientemente de todo hizo que abarrotáramos las carreteras y calles de Joquicingo para entregar de mano en mano agua para los rescatistas, para el ejército y para los cientos de voluntarios apoyando a las personas directamente.

Se dice que hay que ayudar desde el anonimato; sin embargo, ¿Cómo inspirar a las personas que están cómodamente sentadas viendo las imágenes que a veces ya no se creen de las televisoras? ¿Cómo poder ayudar más porque ya nos habí­amos gastado lo que tení­amos? Entonces mis amigos me recomendaron abrir un MoneyPool y mi sorpresa fue que de un dí­a para otro logró recaudar dinero suficiente para llevar una segunda carga de víveres a otras comunidades más alejadas.

Pude darme cuenta que habí­a personas que se encuentran enfermas y que no pueden ir fácilmente a los centros de acopio y si bien sus casas no se derrumbaron, sufrieron daños y al estar la economí­a paralizada, ¿De dónde van a comer? Fue entonces que mi propósito de vida me impulsó a crear estrategias de ayuda a las comunidades y cómo no sentir ese impulso cuando fuimos testigos de mujeres cargando vigas que los hombres cortaban, mientras los niños más grandes cuidaban de sus hermanos más pequeños en Santa Lucía.

Estas tragedias que nos hacen sentir vulnerables, también son capaces de sacar nuestra mejor versión que esperemos pueda sostenerse a lo largo del tiempo y no quede en el olvido. En lo personal, hay un Alberto antes y uno después de haber sentido de cerca las muestras de afecto de quienes recibí­an, pues como dice Martin Seligman, padre de la Psicología Positiva, La emoción de dar es mucho más intensa que la de recibir, así­ que el agradecido soy yo. Gracias a las decenas de personas que aúnn siguen ayudándonos a ayudar.

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