Dentro de las muchas explicaciones que nos debe este gobierno —que tiende a hacer las cosas primero y luego a buscar argumentaciones que le den sentido— es su narrativa del bienestar, opacada quizás por la más relevante narrativa del combate a la corrupción.

La vieja Secretaría de Desarrollo Social se llama hoy Secretaría del Bienestar, el nuevo organismo que sustituirá al Seguro Popular —la gran institución social de esta administración— lleva por nombre Instituto Nacional de Salud para el Bienestar y existe un Programa Nacional de Becas para el Bienestar Benito Juárez, que se otorgan a más de 3 millones de estudiantes. En un futuro indeterminado se plantea también crear un Sistema Nacional de Bienestar.

Pero, ¿está clara la narrativa del bienestar y sus implicaciones?

Dentro del obradorismo, la idea del bienestar —que quisiera hacerle un guiño a algunos regímenes de bienestar europeos— viene desde que el hoy presidente gobernó la Ciudad de México, cuando de forma inédita estableció las medicinas y los servicios médicos gratuitos como un derecho de todos los capitalinos y creó una innovadora pensión universal no contributiva para los adultos mayores, más tarde replicada a nivel nacional.

La del bienestar podría ser una narrativa poderosa en tanto México nunca pasó por un proceso civilizatorio como el que llevó a la creación de los grandes estados de bienestar. En la atención de las necesidades sociales tuvimos un modelo corporativo, clientelar y autoritario, en el que únicamente los grupos con capacidad de presión y organización dentro del aparato político lograban acceso a determinados satisfactores. En esa lógica, mientras sectores organizados de forma corporativa podían obtener beneficios —siempre como trabajadores de una categoría específica y gracias a los arreglos políticos que establecían con el régimen—, los grupos no organizados quedaron excluidos de ellos, como ocurrió en gran medida con las poblaciones campesinas que hoy este gobierno busca rescatar del olvido.

Pensar en una política orientada al bienestar implica, en principio, que independientemente del arreglo laboral que se tenga, como ciudadanos tenemos una serie de derechos que el Estado debe garantizar. De ahí la ambiciosa (y quizás irrealizable meta) de que el futuro Instituto Nacional de Salud para el Bienestar sirva para garantizar el derecho a la salud en condiciones de gratuidad para todos los ciudadanos.

Un primer elemento que hace a la idea del bienestar es el enfoque de derechos. Se trata de que el punto de partida en la elaboración de las políticas públicas no sean personas con necesidades que deben ser asistidas, sino sujetos con derechos que pueden demandar prestaciones.

No es la primera vez que de forma discursiva se adopta —en México y en otros países— un enfoque de ese tipo. Resulta fácil incluirlo en el discurso. Lo difícil es traducirlo en hechos concretos, en mecanismos que permitan exigir su cumplimiento, incluso por vías legales y a través de los tribunales.

Un segundo elemento es el principio de universalidad, el cual implica atender a todas las personas sin discriminación de ningún tipo. Aunque hoy algunos programas lleven el nombre “universal”, todavía no cuentan con asignaciones presupuestales que permitan alcanzar a la totalidad de sus potenciales derechohabientes.

Un tercer elemento es el rechazo a la política asistencial a cambio de una política social con un enfoque productivo (aunque en realidad este solo se materialice a través de algunos programas innovadores como Sembrando Vida).

La narrativa del bienestar —a pesar de ser una idea potente— aún transcurre mayormente en el plano de la retórica. No solo requiere definiciones más claras y aterrizajes más precisos, sino esfuerzos contundentes para blindar la política social de cualquier posible uso político-electoral que nos lleve a repetir los viejos vicios del clientelismo y el asistencialismo.

@HernanGomezB

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