“La inteligencia artificial, el algoritmo, las redes… son un buen caldo de cultivo para la literatura”, afirma Mariana Enríquez; y basta con leerla, conocer sus atmósferas oscuras, sus obsesiones con lo siniestro cotidiano, para entender que no lo dice como eslogan, sino como advertencia. En un reciente evento literario en Argentina, Enríquez sostuvo que lo digital se ha convertido en la verdadera narrativa de nuestro tiempo: una historia contada por códigos, sugerencias invisibles, fábulas alimentadas por likes. Para ella, lo literario no está amenazado por la tecnología; al contrario, encuentra ahí nuevas vetas para lo fantástico, lo perturbador, lo profundamente humano.

No es una provocación gratuita. La autora de Nuestra parte de noche percibe que los algoritmos tienen más incidencia en nuestra vida cotidiana que los discursos políticos: seleccionan lo que vemos, condicionan cómo pensamos y hasta infiltran nuestras emociones. Y eso, dice, es materia prima para los escritores. No tanto como herramienta, aunque también, sino como escenario simbólico. Porque ¿qué hay más propio de un cuento de terror que una voz que te conoce sin que la hayas escuchado jamás?

Pero si bien Enríquez ofrece una mirada lúcida y estimulante, no todo en esta relación entre literatura e inteligencia artificial resulta alentador. En un sentido más amplio, la pregunta que flota es: ¿qué lugar queda para la creatividad cuando una máquina puede escribir un poema aceptable, una reseña funcional o incluso una novela comercialmente viable?

Hace poco, el escritor estadounidense Stephen Marche coescribió una novela con un modelo de lenguaje: Death of an Author. La IA proponía líneas, estructuraba párrafos, sugería desarrollos. Él intervenía, editaba, elegía. El resultado es un híbrido curioso, no del todo logrado, pero inquietante: ¿es todavía “literatura” si la mitad fue generada por un algoritmo?

En paralelo, muchos escritores contemporáneos reconocen que el entorno digital ha reconfigurado profundamente el proceso creativo. Escribimos rodeados de pantallas, urgencias, notificaciones, estímulos constantes. Esa hiperconectividad cambia el ritmo, la voz, incluso la ansiedad con la que se enfrenta la página en blanco. Escribir ya no es solo sentarse en soledad, sino resistir, o negociar, con una presencia invisible: el algoritmo que dice qué conviene, qué gusta, qué vende.

Personalmente, creo que este nuevo paisaje no elimina la literatura, pero sí la transforma. Es como si el oficio de narrar hubiese dejado de ser una antorcha solitaria en la caverna y se convirtiera en una conversación intermitente con miles de datos, ecos, ficciones paralelas. Quizás por eso los escritores más lúcidos no temen a la IA: la integran, la problematizan, la vuelven símbolo. No porque crean que un software pueda reemplazarlos, sino porque reconocen que la tecnología moldea el mundo y, por lo tanto, también las historias que contamos sobre él.

Al final, el mayor peligro no es que la IA escriba bien. El verdadero riesgo es que los humanos dejemos de escribir mal: que temamos al error, a la voz propia, a la extrañeza. Que nos entreguemos a una literatura diseñada para agradar y no para incomodar, para confirmar y no para descubrir.

Por eso, como bien intuye Enríquez, lo digital no debe asustarnos. Debe inquietarnos, sí. Pero sobre todo, debe desafiarnos a escribir mejor, con más verdad, con más oscuridad si hace falta. Porque donde hay algoritmos, también hay fantasmas. Y alguien debe contarlos.

herles@escueladeescritoresdemexico.com

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