La lengua es de quien la trabaja, vamos, de quien la usa. En ese sentido las academias y las élites intelectuales y culturales del mundo hispano no son más dueñas del lenguaje que el llamado “vulgo”, por más buenas intenciones que tengan para evitar la “descomposición” del idioma a manos (o bocas) de los “incultos”. Prescriptivistas siempre han estado por ahí intentando hacer que desde la cúspide cultural manen, por obligación y exclusivamente, las normas de lo que es y lo que no es correcto a la hora de hablar o escribir; dueños del lenguaje que mantienen la pirámide con ellos en la punta. Pero al otro lado de la calle han estado también, desde siempre, los descriptivistas que piensan que el lenguaje no es un objeto de estantería al que hay que fijar y limpiar para que brille; sino más bien un organismo vivo al que los académicos deben acercarse con humildad para describir los fenómenos que suceden “ahí abajo”. Y no es que se esté a favor de la anarquía y el caos lingüístico, pero desgraciadamente no es poco común que los criterios para dictar ciertas normas carecen de sentido para quien debe usarlas, es decir: los 500 millones menos un puñado.
Con el uso de las nuevas tecnologías, esta capacidad de los hispanohablantes de ensuciar el idioma es infinitamente más factible, o al menos esa es la apreciación de los incondicionales de las normas. El mismo Darío Villanueva, Director de la Real Academia Española, reconoció en una conferencia reciente en el Centro Niemeyer de Avilés, que las redes sociales y otras herramientas tecnológicas de comunicación “no matarán” al idioma español, y reconoció que se pueden permitir ciertas licencias que contravienen principios gramaticales e incluso ortográficos, en las redes sociales y otras herramientas de comunicación. Así como el uso del telegrama, en el que se solía escribir sin artículos y muchos otros nexos, no acabó con la hegemonía del uso del leguaje, tampoco terminaremos usando, fuera de aquellas herramientas tecnológicas y sus contextos, los “xoxo”, “lols” y “ola ke ace”.
El diccionario de la RAE, que funciona como autoridad (al contrario que el de María Moliner que pretendió ser más bien un reflejo el uso de las palabras), ha tenido que ir cediendo espacio a ciertos términos que en otros tiempos hubiera ignorado y ha terminado eliminando reglas que el vulgo se ha pasado por el arco del triunfo, (otras, inexplicablemente, siguen por ahí).
La RAE prevé que en un futuro no muy lejano el diccionario en papel deje de existir y todo se quede en lo digital (cómo no ir adoptando entonces términos de ese mundillo), su diccionario en línea pretende ser potenciado, y con toda razón: en años recientes esa plataforma ha alcanzado picos que superan las 73 millones de consultas.
La flexibilidad de las academias para con el uso del lenguaje en las redes, a pesar de las úlceras de los normativistas, parece un evento inevitable, ya Don Darío y algunos sectores de la RAE están dando señales de ello.