Quién hubiera dicho que un programa de simulación social revolucionaría la manera de jugar y ver el mundo; quién, que este juego se convertiría en el más vendido de la historia (en su versión para computadora) con más 100 millones de copias al día de hoy. Un juego que tenía como peculiaridad que los personajes, con base en su género, usaban de manera distinta el inodoro. Los Sims nos mostró que nos resulta mucho más atractivo jugar un juego que trate sobre cubrir (o no) necesidades cotidianas como alimentarse, dormir, ir al baño o socializar; más que pelear contra dragones o dioses, o manejar un robot “desde adentro” mientras se exploran otros mundos en un futuro lejano. Esa extraña fascinación de ver lo cotidiano desde afuera es inquietante, pienso en series como Seinfeld, una de las más exitosas de todos los tiempos, que “trataban sobre nada” y presentaban personajes poco menos que ideales, viviendo situaciones hilarantes, sí, pero a la vez cotidianas. O en experimentos como el Gran Hermano, que tuvo a millones de personas alrededor del mundo viendo como un grupo de personas comunes interactuaban entre ellas 24 horas al día, incluyendo la posibilidad de verlos 8 horas durmiendo.
En muchos de estos casos, con salvedad en los sitcoms, sí que todo gira en torno a la cotidianeidad, pero con un buen grado de control de parte de quien observa. Ese potencial ya lo habían visto desde las oficinas de Facebook y en 2016 Mark Zuckerberg anunciaba su Metaverso, los Sims, Second Life, Fornite, Animal Crossing y redes sociales con esteroides, la idea es poblar e interactuar en un mundo que todavía no existe, un mundo con países, bibliotecas, salas de conciertos, bancos, trabajos, aulas, calles y casas con la promesa que ahí sí podrás ser quien quieres ser sin las limitaciones del mundo real (a menos que sean económicas, por supuesto) a través de la realidad aumentada y la realidad virtual; claro, podremos seguir siendo aburridos también en esas realidades.
Sí, en este punto lo más fácil sería pensar que esta especie de distopía terminará por tragarnos, descuidar la realidad con sus incertidumbres en favor de otra en la que podemos tomar un mayor número de decisiones y que legiones de personas pasarán sus tardes, noches y fines de semana construyendo otra vida. Pero también, y ya que esto parece inevitable, valdría la pena pensar en sus posibilidades, la tecnología moldea ya nuestra realidad y pelearse o temerle quizás no es la mejor opción. La educación, la cultura y el arte también caben en este universo, en muchos casos con un respaldo también de instituciones de “acá afuera”. Las empresas, no podía ser de otra forma, ya tienen planes de construir espacios en ese metaverso, pero las universidades, museos y galerías también lo tienen en la mira. El proyecto, aunque ya va para siete años (mucho tiempo en términos tecnológicos), no sabemos en que momento estará plenamente consolidado; vale la pena estar al pendiente de su evolución para ver qué posibilidades tendría para cada uno. Porque esto de llevar lo cotidiano a esos otros lugares no es nuevo y llegó para quedarse.